La primera vez que conocí a una persona con adicción, no sabía que estaba hablando con un toxicómano. Fue durante la semana misionera de la Jornada mundial de la Juventud (JMJ) en Río (2013), cuando nos enviaron a una parroquia en Aparecida, Brasil, para compartir la fe con una comunidad antes del encuentro con el papa Francisco. Con el pasar de los días hice buenas migas con un joven muy alegre que iba diariamente a la misa y se sentaba al final de la iglesia. El último día en esa parroquia nos invitaron a conocer una casa de rehabilitación y me lo encontré a él y a gran parte de los jóvenes con los que había compartido esos días —personas extraordinarias—. Lo que más me impresionó fue saber que lo central en sus procesos de rehabilitación consistía en vivir una fuerte experiencia de comunidad, oración y trabajo. Para mí fue una experiencia “fundante”, entendí que nadie está irremediablemente perdido; que “el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino”1. Descubrí de primera fuente que sí es posible pasar de la muerte que trae la droga a una vida nueva, que sí es posible una fuerte esperanza, como las que me mostraron esos jóvenes.
Es verdad que la droga provoca una herida mortal. Quienes están ahogados en ella sufren un dolor al que es difícil ponerle palabras; destruye familias y vidas. Realmente es maldita. Pero la raíz de la adicción no está tanto en la droga misma, sino en las circunstancias de la persona que llega a necesitarla, en la sensación de soledad y desconexión, en la falta de una sólida motivación de vida, en una palabra, en la falta de la bendita esperanza. La persona afectada por la adicción se enferma por un déficit de amor y busca en la droga un “suplemento de vida”. Por eso estoy convencido de que nuestra propuesta integral tiene mucho que ofrecer a quienes dependen de alguna sustancia. Porque ofrecemos un abordaje que, además de los síntomas, afronta las causas del consumo y enseña a vivir con esperanza, a recuperar la confianza, generar vínculos vivificantes, conformar proyectos de vida. No hay nada como sentirse amado sin condiciones por Dios y por una comunidad, y el sentirse un aporte para la sociedad. Esto nos rescata de la muerte y abre las puertas de la Vida.
En efecto, en esa primera experiencia que tuve en Brasil, nunca imaginé que terminaría dedicando buena parte de mi vida a la recuperación de tantas otras personas que estaban atrapadas por la droga, pero hoy puedo decir, con profunda gratitud, que he sido testigo, en el Policlínico de adiciones Obispo Enrique Alvear, de cómo varios cientos de personas que habían llegado con el rostro demacrado y la vida destrozada, recuperan paso a paso la luminosidad, el gusto por vivir y, finalmente, se van transformados, con una vida nueva.
Como Iglesia tenemos un espacio de renovación en el mundo de las adicciones. Nosotros también resucitamos en ese acompañamiento de nuestros hermanos y hermanas. Puede ser un lugar único para compartir el dolor de nuestro Pueblo y de ver germinar en él las semillas de la Resurrección. Pensemos que en Chile se estima que hay un millón de personas con problemas de adicciones y los estudiantes son los número uno en consumo de cocaína, tabaco, marihuana, pasta base y alcohol. ¡Es un grito que suplica el alivio del Amor! Salgamos a buscar a esa oveja perdida, porque sólo de un amor que no huye ante las dificultades, sino que está dispuesto a poner el hombro, emerge el consuelo y la esperanza. De hecho, alguien dijo por ahí: “hay más alegría en el cielo por un rehabilitado que por 99 que no necesitan tratamiento”.