El obispo de Talca entre 1938 y 1966, Manuel Larraín, es una de las figuras más relevantes de la iglesia latinoamericana del siglo XX, y uno de los más importantes precursores del Concilio Vaticano II en América Latina y el caribe. destaca, sobre todo, por su actitud de apertura a los grandes desafíos y numerosas complejidades del mundo moderno, desde una profunda centralidad y fidelidad al evangelio. es lo que queda de manifiesto en sus escritos y en las cartas que dirige a sus hermanos obispos, sacerdotes y laicos que aquí analizan cuatro de sus cercanos.
A 46 años de la muerte de Manuel Larraín Errázuriz, y a cincuenta del Concilio Vaticano II, surgen preguntas como ¿quién fue ese brillante obispo que preparó el Concilio Vaticano II desde Chile, fundó y presidió el Consejo Episcopal Latinoamericano, asumió responsabilidades en la Conferencia Episcopal Chilena, guió la diócesis de Talca (1938-1966), y que vibró y vivió especialmente preocupado por los destinos de América Latina y de sus pueblos sumidos en la pobreza?
El pensamiento apostólico de monseñor Manuel Larraín es posible de conocer a través de sus escritos completos y numerosos testimonios de fieles y admiradores recopilados por el padre Pedro de la Noi Ballacey, publicados en el libro El legado de un precursor (Rojas, 2008). Sin embargo, son sus cartas las que permiten manifestar su corazón y su mente de pastor.
«Una carta de don Manuel era como un artículo de prensa: pasaba de mano en mano. Y muchos veían el diario acontecer con los ojos de don Manuel», indica monseñor Bernardino Piñera, quien fuera su obispo auxiliar. De ahí la importancia de estudiar al menos noventa de sus cartas, seleccionadas entre más de mil que escribió en sus últimos once años de vida (1955-1966), con el objetivo de develar el pensar y actuar pastoral de Larraín en torno a sus tres grandes ideales: la liturgia, la acción católica y el problema social: «En los tres he buscado una sola cosa: servir, amar y trabajar por la Iglesia», expresa en su testamento pastoral.
Más lectores que destinatarios
«Era cálido en su correspondencia, amistoso, acogedor. Le gustaba dar sus opiniones con franqueza, a veces en forma abrupta. Pero nunca hería a nadie. Podía participar en una polémica, por ideas. Pero nunca en una pelea con personas», recuerda Bernardino Piñera. Por ejemplo, cuando Manuel Larraín se niega «a favorecer los dos materialismos que constata: el comunista, que se basa en una filosofía atea, y el materialismo práctico, que nace de las estructuras y los regímenes capitalistas», según Francisco Javier Errázuriz, arzobispo emérito de Santiago. De esta forma, invita a abrazar hasta sus últimas consecuencias la doctrina social de la Iglesia.
«Yo no sé si le gustaba polemizar o no. Pero no rehusaba la pelea con la pluma en la mano. Él pertenecía a una cultura que creía mucho en la palabra hablada o escrita. Era de un siglo de oradores y de literatos. Cuando polemizaba sobre la legitimidad o la conveniencia de condenar un partido político de inspiración cristiana que chocaba con otro ya establecido, o de urgir para que se apoyara y se colaborara en la reforma agraria, don Manuel amanecía lleno de ánimo y de energía, tomaba su pluma y escribía páginas y páginas sobre el tema en el cual él sentía el deber de participar», cuenta Piñera. Y agrega: «Tenía muchos más lectores que los destinatarios mencionados al comienzo de sus cartas».
«Era tan fuerte en él el espíritu fraterno que debía reinar entre los sucesores de los apóstoles que, para no obstaculizarlo, en dos oportunidades renunció a encargos recibidos de la Conferencia Episcopal, que había tratado de cumplir conforme a las orientaciones dadas por la misma asamblea.»
A sus hermanos obispos
Manuel Larraín no duda en escribir que «el barco está haciendo agua por todos lados», según comenta el cardenal Errázuriz. Implícitamente también descubre crisis entre los obispos, y presagia que en ciertos campos «las decisiones que tomen afectarán a la Iglesia y a su relación con el mundo por cincuenta años». En otra de las cartas escribe: «por doscientos años». Errázuriz señala que de su correspondencia emerge con toda claridad la inclinación a buscar los puntos de convergencia, la voluntad de reconocer la unidad doctrinal entre los obispos, y su rechazo a toda polarización que busca enfrentar posiciones, sin la objetividad y la benevolencia que debe caracterizar a todos los pastores. Era tan fuerte en él el espíritu fraterno que debía reinar entre los sucesores de los apóstoles que, para no obstaculizarlo, en dos oportunidades renunció a encargos recibidos de la Conferencia Episcopal, que había tratado de cumplir conforme a las orientaciones dadas por la misma asamblea. Es notable el reconocimiento de que su pensamiento fue guiado por el papa Paulo VI, quien le profesaba a don Manuel una gran estima. Con ocasión de la fiesta de San Pedro y San Pablo, el 22 de junio de 1963, le escribió: «El ejemplo, la palabra, la enseñanza de la vida de Vuestra Santidad, que siempre he seguido desde lejos con edificante admiración, han sido para mí un estímulo para cumplir mi humilde trabajo de sacerdote y obispo».
Visionario de la Iglesia
«En una carta de 1959 propone una síntesis de la espiritualidad sacerdotal usando el latín clásico, solemne, preciso y expresivo: Orar, amar, vigilar», comenta P. Sergio Torres González, quien fue su vicario general. Larraín dio mucha importancia al Concilio y quiso aplicarlo desde el comienzo. En una carta de marzo de 1963, cuando todavía no se había aprobado la constitución Sacrosantum Concilium, promulgada en diciembre de ese año, señala lo siguiente a su clero: «(La liturgia) si bien no agota toda la actividad de la Iglesia, ella es siempre la cumbre hacia la cual tiende toda su acción y al mismo tiempo la fuente de donde brota toda su fuerza».
Manuel Larraín, agrega Torres, se caracterizaba por estar abierto al futuro y conservar la verdadera tradición; 44 años antes había escrito lo siguiente: «Eso exige en forma perentoria pasar de una pastoral rutinaria de conservación a una pastoral misionera de conquista». Si recordamos que uno de los grandes aportes de la Conferencia Episcopal de Aparecida en octubre de 2007 fue pasar «de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera». (Documento Final, 370), no podemos menos que pensar que así hablan los profetas, apunta Sergio Torres: «Anticipan el futuro. Don Manuel escribió lo que casi textualmente se repitió en Aparecida. Si la Iglesia de Chile y de América Latina lo hubiera escuchado, otra sería la situación actual», concluye Torres.
Monseñor Larraín empezó a aplicar el Concilio inmediatamente después de la primera sesión de 1962. En su carta de marzo de 1963 decía: «Somos la Iglesia del Vaticano II. Este soplo renovador del Espíritu Santo está entregado a la Iglesia entera. El éxito del Concilio no depende solo de las decisiones conciliares, sino del eco y aplicación que ellas encuentran principalmente en el clero y por su intermedio en los fieles».
Este año 2012, en que se celebró los cincuenta años del Concilio, mirando y reflexionando sobre ese tiempo transcurrido, resuenan con fuerza las mismas palabras de este obispo visionario y precursor.
Participación política del cristiano
En cuanto a las cartas que Manuel Larraín intercambia con laicos, estas transparentan aspectos más hondos de su carácter, personalidad y condición espiritual. Don Manuel era hombre directo y franco para deshacer rumores en su contra, lo que lo llevaba, a veces, a sentir que había sido un tanto duro y entonces se apresuraba a explicar a sus eventuales ofendidos el porqué de sus palabras. «Pero, a la vez, y con mayor fuerza, siempre sentaba doctrina sobre los grandes temas de la Iglesia y de Chile», señala el abogado y ex parlamentario Julio Silva Solar, gran amigo de monseñor Larraín.
Cuando una persona lo ofende en su dignidad y prestigio, acusándolo de que «ha ganado setenta millones en una especulación de dólares», Larraín le responde: «Le perdono de corazón la ofensa que usted me ha hecho y puede estar cierto que no guardaré para con usted el más mínimo resentimiento. En mi vida he aprendido a perdonar mucho. Pero siento el deber de decirle que no es posible que los católicos jueguen en esa forma con las autoridades de su Iglesia, esparciendo afirmaciones injuriosas y falsas. No se puede ser católico si primero no se tiene un mínimo de respeto y obediencia a la jerarquía de la Iglesia».
En la correspondencia analizada hay un tema polémico que revela su multifacética personalidad de obispo. En la carta del 18 de mayo de 1956 al Pbro. Héctor Barrios, de la parroquia de Molina y capellán de la Acción Sindical Chilena, propone algunas orientaciones sólidas y al mismo tiempo novedosas y audaces sobre la acción de la Iglesia en los sindicatos campesinos. «Hay dos aspectos en el trabajo sindical: el de orientación doctrinal, que corresponde a la Iglesia; y el de acción sindical, correspondiente a los seglares». Y al precisar el rol del sacerdote capellán, dice: «No le corresponde a los capellanes inmiscuirse en discusiones en que se trate de pliegos de peticiones, huelgas, etc. Su acción es de orden espiritual, religioso y doctrinal».
Cuando peligra el futuro de la Acción Sindical y Económica Chilena, no duda en llamar la atención a dirigentes duros, autoritarios, que con su comportamiento comprometen el porvenir de obras que tanto aman. Y también fija posición: «No consideramos oportuno el ir a la constitución de sindicatos católicos. Creemos que es más urgente antes el preparar los elementos, adiestrar los hombres y penetrar el campo sindical chileno», recuerda Silva Solar. Cuando le toca enfrentar conflictos o huelgas, tampoco duda en decir por qué interviene: «Soy obispo de Talca, de los obreros que están en huelga y de los empresarios… Intervengo para decirles que hemos llegado a un punto del conflicto en que no solo hay que invocar las leyes y la técnica, sino algo que está por encima de ellas: el espíritu cristiano… La justicia sin caridad es justicia imperfecta, dice San Agustín», escribió Larraín en una de sus cartas.
En 1958, al ser consultado por laicos sobre temas políticos responde: «Aun cuando en toda mi vida he observado la más absoluta prescindencia en materia política, no creo que pueda callarse cuando se trata de cosas que afectan a la conciencia. Hay principios que no deben olvidarse. Los católicos son libres de votar por aquellos candidatos que den garantías a la Iglesia. Cada uno puede trabajar por el candidato de sus preferencias usando las armas lícitas de la verdad y la caridad». Más tarde, en 1963, de vuelta de una reunión de la Comisión Conciliar, responde sobre el mismo asunto a un periodista: «Todo cristiano, y especialmente los laicos, tienen una obligación definida en materia política, es decir, contribuir con su voto y con alguna actividad cívica determinada al bien común temporal.
Esta obligación, que es de alta caridad social, no lleva envuelta una obligación de pertenecer a un partido político».
El sello social del obispo de talca
Monseñor Manuel Larraín, con toda la lucidez que lo distinguía, y consciente de la misión de los laicos en el orden temporal, distinta de la misión de la Jerarquía, hizo suya la orientación que el papa Juan XXIII le dio a la pastoral de la Iglesia en una alocución del 11 de septiembre de 1962, un mes antes de iniciar el Concilio: «Para los países subdesarrollados la Iglesia se presenta como es y como quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como la Iglesia de los pobres». Don Manuel completó esa frase del Papa y dijo que la Iglesia tenía que ser «Madre de los pobres». En una carta de 1963 decía: «Si el Concilio no devuelve a la Iglesia su título de Madre de los ‘pobres’, la evangelización del Tercer Mundo –y no olvidemos que dentro de él se encuentra Chile– va a ser terriblemente frenada».
Es oportuno recordar que la participación de Larraín en este magno acontecimiento causó en él un profundo gozo. Hay quienes recuerdan una homilía en el Seminario Pontificio de Santiago que comenzó diciendo: Vidi Ecclesiam (He visto a la Iglesia).
Un benemérito obispo chileno reconoce que «el Concilio tuvo el sello del obispo de Talca».
«Fue de alguna manera precursor del Concilio y por lo que se devela en algunas de sus cartas, lo fue preparando como un profeta y un peregrino de la Iglesia universal. Parece como si él hubiera instalado temas como la liturgia, los laicos, la colegialidad episcopal, la pastoral de conjunto, el rol de la Iglesia en el mundo; porque los conocía y dominaba ampliamente.»
La participación de Larraín en el Concilio Vaticano II fue intensa. Desde 1960 fue miembro de la Comisión para el Apostolado de los Laicos. En 1962 interviene en la congregación general que debate el esquema sobre la liturgia, y en 1963 sobre el esquema De Ecclesia. En 1965 interviene durante la discusión del esquema XIII, futuro documento sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo: la constitución pastoral Gaudium et spes (octubre de 1965).
Incluso antes del Concilio, don Manuel vislumbraba una Iglesia servidora de la humanidad, que se deja interpelar por sus demandas y responde con sabiduría milenaria a los nuevos problemas del hombre y del mundo.
1 comentario en “El Pensamiento Apostólico de Monseñor Manuel Larraín”
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