Cuando Dios nos creó, nos bendijo diciendo: “Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra…” (Gn 1,28). ¡Este mandato vale tambiénpara las consagradas! El carácter de esposa en nuestra consagración es inseparable de la responsabilidad de generar hijos para Dios y, al mismo tiempo, de cuidar de esos hijos que no nos pertenecen como si nos pertenecieran. Al fin y al cabo, somos esposas de su Padre.
«Renunciamos a generar hijos biológicos, pero esto tiene un fin: tornarnos más libres para vivir en plenitud nuestra maternidad espiritual»
Años atrás, el Papa Francisco nos recordó que la castidad es un “carisma precioso, que ensancha la libertad de entrega a Dios y a los demás, con la ternura, la misericordia, la cercanía de Cristo”, y agregó: “Pero, por favor, una castidad ‘fecunda’, una castidad que genera hijos espirituales en la Iglesia. La consagrada es madre, debe ser madre y no ‘solterona’”.
Hay quienes piensan que las consagradas, por nuestro voto de castidad, renunciamos a la maternidad. Esto es una gran falsedad. Renunciamos a generar hijos biológicos, pero esto tiene un fin: tornarnos más libres para vivir en plenitud nuestra maternidad espiritual, aspecto esencial de nuestra consagración, aunque hay que reconocer que no siempre la vivimos bien, por eso se ven algunas consagradas “solteronas”, mientras deberíamos reflejar siempre la “alegría profunda de la fecundidad espiritual”.
La Beata Clelia Merloni nos insistía a sus hijas sobre dos características de esta maternidad: dulzura y firmeza. La religiosa ha de ser esa madre que acoge con la extrema dulzura del corazón de Jesús a toda persona, sin importar su condición, y acompaña con cercanía a cada uno, sensible a lo concreto. Aunque no acojamos en nuestro seno hijos físicos, como verdaderas madres estamos llamadas a ser “seno espiritual” fecundo, favoreciendo ese ambiente propicio para el desarrollo, en que toda persona se experimente amada tal cual es. Sin embargo, una verdadera madre ha de ser al mismo tiempo firme, para indicar con claridad el camino, corregir con dulce firmeza a quien se está desviando de la senda que conduce al Padre, ayudando así a crecer a quienes el mismo Padre le confía como hijos espirituales y, a su vez, aprendiendo y creciendo con ellos.En el marco de la “revolución de la ternura” , las religiosas tenemos un rol fundamental. La praxis de la ternura llega al sacrificio: la muerte de Jesús en la cruz es expresión de la ternura extrema de su corazón. En este sentido, estoy convencida de que la vivencia de la maternidad espiritual, concretizada en el servicio desinteresado y tierno, interpela a una existencia verdaderamente cristiana, caracterizada por la entrega total a imagen del maestro.
La mujer fue creada para ser madre y toda consagrada ha de ser madre como María Santísima, que genera vida nueva y acompaña hacia la eternidad. “No se puede comprender a María sin su maternidad, no se puede comprender a la Iglesia sin su maternidad”, y nosotras somos “iconos de María y de la Iglesia”.