«La fe nos provoca a construir la ciudad de Dios en medio de los hombres, proporcionándonos razones llenas de sentido, para que los valores que sustenta el cristianismo sean propuestos a la sociedad como contribuciones que están en el corazón de un verdadero desarrollo»
Aquellos que profesamos la fe cristiana creemos que toda persona, en su búsqueda de la felicidad, reconoce como condición de posibilidad de la misma realizar el camino junto al «Otro» y a los «otros». En efecto, nuestra fe provoca necesariamente vínculos trascendentes e inmanentes que permiten un desarrollo humano integral. En palabras simples: el compromiso con el bien de los «otros» es un camino «por recorrer» para una vida cristiana plena. Llevado a la esfera pública esto se traduce en la conciencia creciente de que la misión del cristiano tiene consecuencias históricas relevantes y que ellas deben estar dirigidas siempre a la realización del bien común, que no consiste en la suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social, sino que tiene como meta prioritaria «el bien de todos los hombres y de todo el hombre» (CDSI n. 165).
Con estas coordenadas, el compromiso cívico no es simplemente una acción con efecto social, sino que es un modo por el cual las personas participan del proceso de conducción de la sociedad procurando el bien común. Entendido así, la participación en todos los ámbitos del quehacer político ha de encontrar en los cristianos los primeros protagonistas.
Sin embargo, las coordenadas actuales develan signos complejos frente a la participación social. La apatía creciente, generada por el individualismo postmoderno, muestra señales equívocas. Por un lado, provoca en la persona la necesidad de buscar con pasión su propia realización, legítima por cierto. Pero, al mismo tiempo, esta búsqueda está centrada en el bien individual, cercenando al ser humano de aquel vínculo con los «otros» y con ese «Otro» que le da sentido a la vida. Con esta «corriente» en contra, quienes profesamos la fe en Cristo tenemos el imperioso desafío de revitalizar el carácter relacional de nuestra fe, y el compromiso práctico que ella conlleva, en todas las esferas del quehacer público. En palabras del papa Francisco; «las manos de la fe se alzan al cielo, pero, a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios» (LF n. 51).
Así, comprendemos que la fe está al servicio del bien común, donde resulta evidente que «su luz no luce solo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá» (LF n. 51), sino que la fe nos provoca a construir la ciudad de Dios en medio de los hombres, proporcionándonos razones llenas de sentido, para que los valores que sustenta el cristianismo sean propuestos a la sociedad como contribuciones que están en el corazón de un verdadero desarrollo.
Los cristianos, ubicados en la intemperie de la historia y en las vicisitudes de una postmodernidad esquiva, tenemos el reto de manifestar en las formas y maneras adecuadas, en el «atrio» de la postmodernidad, aquellas «buenas razones» que permiten que la mirada cristiana sobre el hombre y la historia no solo sean legítimas, sino que le hagan sentido a tantas personas de buena voluntad que, sin conocer a Cristo, intuyen el bien común que conllevan Él y su Evangelio para la humanidad.