Probablemente, en no pocas ocasiones nos hemos preguntado si la fe no es un obstáculo para el ejercicio pleno de nuestra libertad. En efecto, hay quienes piensan que en las religiones existen normas y reglas para todo y que estas impiden discernir y actuar según nuestra conciencia; que la fe religiosa expresa una minoría de edad en el desarrollo del espíritu humano, por cuanto se opone a la autonomía del sujeto y de la razón; que la fe se opone al desarrollo de las ciencias, porque mantiene a las personas en la ignorancia y, así, más fácilmente se hacen objeto de dominio y poder por parte de las autoridades religiosas; que la fe se opone al cultivo del arte, porque establece límites inaceptables a la libre creación del espíritu humano; que la fe se opone al desarrollo, porque siempre tiende a la conservación del orden jurídico, político y económico; que la fe inhibe y destruye en nosotros el eros, porque en virtud del amor propugna comportamientos carentes de sensualidad, vitalidad y poder; etc. Muchas personas han vivido la fe religiosa, y la fe católica, así; y, por ello, han dejado de creer. Otros, comprendiéndola así, siguen creyendo; pero lo hacen llenos de inseguridad, contradicción y ambigüedad. En el fondo, saben que esa fe es un serio obstáculo para el ejercicio de la libertad.
¿Pero eso es la fe: un obstáculo para la libertad? Aunque haya que conceder que muchos creyentes hemos experimentado restricciones al ejercicio de la libertad, ello no se debe propiamente a la fe, sino que a una deformación de ella. Es cierto que hay muchos factores «externos» que inciden en la actual «crisis de la fe»: relativismo, hedonismo, individualismo, pragmatismo, cientificismo, materialismo, consumismo, etc. Sin embargo, como lo advertía Jesús, no es lo de fuera lo que contamina nuestra existencia sino lo que «viene de dentro del corazón» (Mt 15, 11.18). La auténtica libertad se produce por una opción de la persona humana, que comporta dos dinámicas inseparables y permanentes: la fe y la conversión. Esta última es la que posibilita vivir en conformidad con el Espíritu de Cristo. En este encuentro experimentamos la auténtica libertad, cuando dejamos de ser esclavos del pecado, la segregación, la acumulación, el poder.
La respuesta a esta presencia del reinado de Dios en nuestra existencia y en la del mundo la denominamos fe. Creer es dejarse transformar por la presencia de Jesús, es incorporarse a la comunidad de sus discípulos. Cuando la fe nace de la conversión, entonces ella es expresión y realización plena de la libertad: «para la libertad nos liberó Cristo» (Gal 5, 1). Por tanto, no podemos seguir viviendo como esclavos de nuestro aislamiento y soledad; de la culpa y el temor; de pulsiones y pasiones que no nos permiten ser aquello que queremos ser; de mezquinos intereses que no nos permiten reconocer el dolor y la injusticia; de la moda y del mercado. Jesús nos ha querido hacer amigos: «No os llamo ya siervos… os he llamado amigos» (Jn 15, 15). La amistad con Dios es la fuente de la libertad. Dios no nos quiere esclavos: ni de Él, ni de otros.
Si preguntamos por la posibilidad de que la fe sea un obstáculo para el ejercicio de la libertad, no fue para invitar a hacer un ejercicio teórico. En la respuesta que demos a esta pregunta se juega la verdad de nuestra fe. La Iglesia nos ha invitado a revisar críticamente nuestro camino de conversión, la calidad de nuestra relación de amistad con Dios y con los demás. En Cristo hemos reconocido el camino, la verdad y la vida. Y el signo más diáfano de que estamos en Él es que vivimos en la libertad: sólo queremos que se haga Su voluntad; animados por la fuerza y la gracia del Espíritu, ponemos nuestra existencia al servicio de la venida del Reino. Cuando la comunidad de los creyentes vive así su fe, entonces contribuimos todos a que la Iglesia sea signo e instrumento de vida y libertad.