La integración entre las sociedades humanas y su entorno, en particular con las plantas, es dinámica y opera en distintos planos y ámbitos. Mediante ellas y con ellas construimos mundos, por lo que su existencia y el acervo cultural que de ellas emana requieren ser apreciados y conjugados de una manera más consciente y cotidiana. Esta premisa es sencilla, pero lejana.
Muchas veces se convoca al pasado para rediseñar nuestro presente. La etnobiología e historia permiten comprender tradiciones de pueblos recientes, cercanos a la naturaleza y que urdieron tramas más fecundas y fuertes con estas entidades. Más atrás, la ciencia permite acercarse a las evidencias de la prehistoria o el paleoambiente. No obstante, y a pesar de todo lo que podamos aprender, no es esta pérdida de la bioculturalidad lo único que nos afecta, sino también la incapacidad actual de dialogar y conectarnos con las plantas, silenciando su agencia y presencia en nuestros espacios.
«No es la bioculturalidad lo único que nos afecta, sino también la incapacidad actual de dialogar y conectarnos con las plantas, silenciando su agencia y presencia en nuestros espacios».
Las plantas aportan a entender otros mundos, humanos y no humanos. Es una mirada íntima, sinestésica, en que el lenguaje es otro y la comunicación es eficiente, si nos detenemos y estamos prestos a esta interacción. La vida está llena de encuentros con plantas, como amigas que aguardan en alguna esquina, a veces arrancadas sin funeral ni placa recordatoria.
Las plantas cuentan historias. Cerca de mi casa, y entre edificios, crecen varias araucarias añosas, donde se instalaba la carpa de Violeta Parra. Las araucarias, como artefacto arqueológico, nos trasladan años atrás, imaginando que quizás bajo alguna de ellas o del viejo acacio en la berma, esta multifacética mujer se quitó la vida o entonaba su guitarra. O bien, plantas comunes como la hoja de té, la manzana, el olivo, las vides, el maíz, la ruda… ¿Dónde se domesticaron? ¿Qué historias sembraron? Cada una podría completar varias páginas entre mitos, leyendas, batallas, revoluciones, viajes, conquistas. Y nombro estas por atraer al lector hacia algo más familiar, porque de los espinos, quillayes, boldos, maquis, huinganes, aña[1]ñucas, azulillos, coliguayes, peumos, molles y otros nativos también emanarían historias y serían significantes de un territorio, tiempo y cultura que las vivió y enhebró en su cotidianeidad y discursos. Así, las plantas hablan de identidades, ideologías o valores. Pensemos en los jardines públicos como la Quinta Normal, el Parque Forestal o algún bandejón o plaza municipal de tierra apisonada y cardenales coloridos. O en la infinita diversidad de jardines privados, con mace[1]tas, diseños, afectos, memorias, discursos. O en el cactus San Pedro, el achuma, refe[1]rente de un umbral sagrado para Chavín de Huántar, primer horizonte andino.
La reflexión llama a reobservar estos entes y cuestionarlos en sus múltiples historias y significados. La reproducción de este lenguaje nos urge, tanto como aquellos que se desvanecen o ya se perdieron. Es en este diálogo donde podremos reubicarlos y situarnos íntegramente.