DIÁLOGO ENTRE CREYENTES Y NO CREYENTES
Rafael Doshin Carrasco Hoecker
Practicante de budismo zen en Sanga Hazy Moon, Los ángeles, California.
Subdirector de Summa, laboratorio de investigación e innovación en educación para América Latina y el Caribe
Las comunidades budistas (sangas) son comunidades de práctica, donde los practicantes se juntan a meditar en silencio y reflexionar sobre las enseñanzas budistas (darma). A veces, las comunidades son pequeñas: aquella a la que pertenezco está conformada por 30 a 40 personas de lugares distintos que no pueden verse tan seguido. Por suerte, la virtualidad nos ha acercado mucho. En esta comunidad, la solidaridad se vive como en muchas otras: cuando alguien necesita ayuda, vemos cómo apoyar; cuando alguien se enferma, nos preocupamos de acompañarlo. Así, nos preocupamos y cuidamos unos a otros.
Es importante compartir también cómo se entiende esa solidaridad y su ausencia, porque, en la espiritualidad budista, la separación entre unos y otros es solo aparente, diríamos que es una ilusión, dado que estamos interconectados más allá de nuestras creencias o, incluso, de nuestra especie. Por eso, la conexión se extiende a toda la naturaleza; lo que le pasa a uno, nos afecta a todos, de tal modo que el cuidado y el respeto mutuo es también un cuidado hacia nosotros mismos, así como el descuido, el maltrato y el abuso hacia uno es, tristemente, un maltrato hacia todos. Es así como la solidaridad surge naturalmente, cuando aprendemos a conocer y apreciar a otros y vemos que tenemos una responsabilidad compartida. La solidaridad proviene de esa conciencia o, al menos, de esa aspiración.
Por otro lado, la falta de solidaridad proviene de una confusión. Todos tenemos necesidades y a veces sentimos que nos falta algo, solo que la solución no está donde nos han hecho creer: la ilusión de que podemos liberarnos acumulando cosas o poder o, que si nos salvamos a nosotros mismos, estaremos bien, aunque muchos otros sufran. Desde el budismo, ese es un camino que no acaba nunca y no lleva a ninguna parte.
Por eso, si queremos crecer como sociedad, es necesario crecer en conciencia, así como abordar las raíces de la desconexión. La invitación a ver la solidaridad como un acto de justicia es un desafío que comparto y, desde el budismo, agregaría también que es un acto de responsabilidad y cuidado.
Francisco Pereira Ochagavía
Padre de Schoenstatt y director pastoral de María Ayuda
En la Iglesia Católica, la solidaridad está estrechamente vinculada con el concepto de “fraternidad entre los hombres”, lo que impulsa a buscar el bien de todas las personas, porque son iguales en dignidad al ser hijos de Dios. Esta perspectiva nos lleva a pensar que, como miembros de esta sociedad, discípulos de Cristo y parte de la Iglesia, tenemos que ocuparnos no solo de temas religioso-espirituales, sino también de temas contemporáneos a nuestra sociedad. Se vuelve, entonces, urgente salir al encuentro de aquellos que han experimentado la transgresión de los valores evangélicos de un modo más brutal. Fruto de aquello es la valoración que todo cristiano debiera tener por la dignidad de las personas y su preocupación por ayudar al más necesitado. Se trata también de cultivar empatía con otras situaciones que nos hablan de injusticias o de vulneración de derechos fundamentales, como la falta de libertad o los abusos. Es por esto que vemos, en las iglesias alrededor del mundo, acciones que nacen desde la pastoral social, que tiene tantas manifestaciones como necesidades existen. Lo que la Iglesia quiere es ser un signo eficaz de la presencia viva de Jesús en cada rincón del mundo.
Tenemos en las Escrituras la imagen más elocuente, viva y cercana para entender la palabra solidaridad —a pesar de que no es parte del lenguaje de los Evangelios, ya que su procedencia etimológica es del derecho romano—, y la encontramos en la respuesta de Jesús al maestro de la ley cuando le preguntan: “Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” (Lucas 10:25b). La respuesta abarca el amor a Dios y al prójimo, y, en una segunda pregunta: “¿Quién es mi prójimo?”, Jesús responde con la historia del buen samaritano. Es una parábola que nos interpela y nos muestra el camino pedagógico que hay que recorrer para entender la solidaridad.
La misión del cristiano es, en primer lugar, mirar a toda persona en la integridad de su ser, no solo desde lo religioso, lo social o lo político, sino tal como el buen samaritano miró al herido del camino, con todas sus necesidades humanas. Esa ha sido la línea de la Iglesia y su magisterio, desde los inicios y reforzada después del Concilio Vaticano II.
Francisco Salvador Broussaingaray
Sacerdote Ortodoxo, párroco de la iglesia Santa María, Rector del Instituto de Teología Ortodoxa San Ignacio de Antioquía
“Por tanto, el que me oye y hace lo que yo digo, es como un hombre prudente que construyó su casa sobre la roca. Vino la lluvia, crecieron los ríos y soplaron los vientos contra la casa; pero no cayó, porque tenía su base sobre la roca” (Mateo 7:24-25).
Ser cristianos es una decisión diaria, constante y permanente, como una forma de vida expresada en la elección por hacer lo más importante y para lo que fuimos creados: amar.
Todo cuanto existe tiene un propósito. El nuestro es la Théosis — adquirir el Espíritu Santo—, como dice san Serafín de Sarov. Así, uno se convierte en un partícipe del Reino de Dios y, para ello, debemos practicar la Kénosis —el vaciamiento de nuestra voluntad—, para que vivamos la vida nueva.
La forma de hacer real ese vaciamiento, esa negación a sí mismo, es a través de la solidaridad vista como un movimiento necesario para la santificación. Así, la caridad y el amor al prójimo no son lo que hacen a un buen cristiano, sino lo que hacen de un hombre un cristiano. La roca sobre la cual debe ser construida nuestra vida es la solidaridad como expresión de la Fe, como una danza de amor irrenunciable, extendiendo nuestros corazones a todos sin distinción alguna.
Como punto de partida, Jesucristo nos invita a la Divina Liturgia, que es un ejercicio de la musculatura del amar, capaz crecer eternamente a través de la oración y el ayuno; como las piernas de un atleta, nos llevarán a la meta de la eternidad y plenitud del ser. La Divina Liturgia no se expresa solo en la Iglesia, sino que ella, como una madre, da a luz en cada uno de nosotros a una extensión del Reino del Amor, a una miguita del Pan de Vida, que es el alimento de cada necesitado, enfermo, desesperado, triste o menospreciado. Ahora, no mañana, comienza a amar con locura, sin límites, no con un amor de trueque o conveniencia. Simplemente, ama, porque Dios es Amor.