Volver al edificio de Casa Central, que comenzó a ser construido en 1910 por los arquitectos Emilio Jecquier y Manuel Cifuentes, me hace recordar los relatos de este lugar y su espacialidad que contaba un viejo amigo, Álvaro Zabala, que estudió Arquitectura durante la década del cincuenta, precisamente en este campus.
A mediados del siglo XX era común escuchar entre los estudiantes: «Si logras cruzar la Alameda, ya eres arquitecto». Pero el sentido que aquel dicho tenía es válido hasta la actualidad y, tal vez, ahora mucho más que antes. Resulta sobrecogedor y desafiante enfrentarnos a la Casa Central de la Universidad Católica: un hito imponente, una fachada continua casi del largo de una manzana y de cuatro pisos de alto, antecedida por este inmenso y transitado trazado urbano como es la Alameda. Un frontis profundo que resguarda en su interior un mundo diferente, un claustro.
Años atrás escuchaba el relato de mi amigo Álvaro, describiendo lo que producía entrar en este edificio: «Ingresas por un digno acceso constituido por un trío de escuetas puertas, las que son presididas por la enorme figura de un Cristo que te acoge con las manos abiertas. Mucho más cuando sientes que ese amplio hall de importante altura ha dejado atrás aquel ruido de la Alameda». El mismo rugido vertiginoso de nuestros días.
En la entrada te enfrentas a una majestuosa escala de mármol que esconde detrás de sí un patio que te acoge con su luz y su atmósfera de paz, y a su lado otro encierro que te invita desde la entrada y te va llevando a otros patios, todos rodeados por la construcción. Al centro, una Virgen blanca —en el patio de la Virgen como alumnos y profesores suelen llamarlo— que replica al Cristo que te esperaba con los brazos abiertos. En ese momento reeditas el inconsciente de que estás en el lugar del saber, aquel que te dará los elementos para construir tu propia vida elegida por vocación. Y entonces, las arquerías, los pasillos perimetrales del segundo piso y todos los elementos que se suman armónicamente para estructurar el sentimiento descrito por Zabala hace más de cincuenta años: el ser acogido.
Ahora, al volver a entrar a este noble edificio, me doy cuenta de que aquella emoción aún está plenamente vigente. Ya no en una escuela de arquitectura, ya no en un claustro, sino en el alma de su estructura.