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El gran y santo concilio de Nicea I (año 325): recuerdo y celebración

¿Por qué el Papa viajó a Iznik el 28 de noviembre de 2025? Esa pequeña ciudad turca, a menos de 100 kilómetros de Estambul, es Nicea, la ciudad donde tuvo lugar la primera reunión de obispos de todo el mundo, lo que se conoce como un «concilio ecuménico», hace 1700 años.

Siglos de interpretación

¿Por qué es importante celebrar este acontecimiento tan antiguo? La respuesta a esta pregunta no es sencilla, pues el concilio no es un acontecimiento del pasado que podamos considerar con distancia y objetividad.

Por un lado, nuestra mirada sobre él es interesada. Recordar no es solo volver la mirada hacia el pasado: es dar sentido al presente, ya sea como una continuación o como una ruptura con respecto a ese pasado, y es, recíprocamente, dar sentido al pasado, como un modelo que reproducir o como un accidente que hay que reparar. ¿De qué hablamos cuando hablamos del concilio de Nicea? ¿De la Iglesia del siglo IV o de la del siglo XXI?

Por otro lado, lo que los cristianos saben del concilio —excluyo a mis pocos colegas especialistas en historia de la Iglesia antigua— les viene de la memoria comunitaria, constituida a su vez por una transmisión secular del recuerdo. Ahora bien, las etapas de esta transmisión o “tradición” forman una serie de actualizaciones del recuerdo que cubren el acontecimiento y se superponen unas a otras como capas sedimentarias que el historiador tiene la tarea de desentrañar.

En el caso del concilio de Nicea, este fenómeno de superposición es evidente. La exposición teológica redactada durante el concilio fue supuestamente revisada durante el concilio ecuménico de Constantinopla de 381 y esta versión fue promulgada por el concilio ecuménico de Calcedonia en 451. Desde entonces, la memoria ha sustituido sistemáticamente el texto redactado en Nicea en 325 por el «símbolo de Nicea-Constantinopla».

El resultado de esta sedimentación de interpretaciones es una ilusión óptica: la memoria, ocultando toda evolución en el contenido del recuerdo del acontecimiento pasado, pretende que el recuerdo es, ni más ni menos, el pasado mismo, y que la tradición es una conservación inmutable de ese pasado.

Esta ilusión óptica no es nueva. De hecho, es incluso la base del proceso de restauración de la unidad en Nicea. En los años inmediatamente anteriores al concilio, el obispo de Alejandría de Egipto, Alejandro, condenó a un grupo de sus sacerdotes y diáconos, entre ellos Arrio, por motivos doctrinales. La noticia de esta condena puso de manifiesto profundas divergencias entre los obispos de Oriente. Sin embargo, el concilio considera que estas divergencias solo son el resultado de innovaciones criminales puntuales, ante las cuales los obispos tienen el deber de proclamar el único “depósito de la fe” recibido de los apóstoles. El concilio es incapaz de concebir que la doctrina de los apóstoles, a lo largo de su transmisión, haya evolucionado y se haya diversificado, como un árbol genealógico, en el tiempo y en el espacio.

¿El día en que Jesús se convirtió en Dios?

La cuestión teológica de Nicea no es la divinidad de Jesús, sobre la que todos los participantes estaban de acuerdo. El cristianismo nació de la convicción —basada en la resurrección de Jesús de Nazaret por Dios— de que la relación entre él y Dios es singular y extraordinaria: Jesús es “el Hijo único de Dios”. Durante su vida terrenal, actuó con el favor y el poder de Dios, y su resurrección completó la manifestación de que su existencia trasciende los límites espacio-temporales de una existencia humana normal. De ello se deduce que la existencia de Jesús como “Hijo de Dios” no comenzó con su concepción en el vientre de María. En palabras de uno de los participantes en el Concilio de Nicea, Eusebio de Cesarea, “todos están de acuerdo en que el Hijo de Dios existe antes de su nacimiento como hombre de carne y hueso”.

Pero ¿en qué consiste existir antes del tiempo como Hijo de Dios? En Nicea, los obispos acordaron que Jesucristo, incluso antes de su nacimiento como hijo de María, fue “engendrado de la sustancia del Padre”, mientras que las criaturas fueron “hechas” por el Padre. Por lo tanto, es “consustancial” a él.

¿Qué pueden significar estas expresiones oscuras para nosotros hoy en día? Indican que la identidad de Jesús de Nazaret se define, no solo por su origen geográfico, su genealogía o su cultura, sino, más radicalmente, por su relación con Dios. Por lo tanto, él “proviene de Dios”, no en el sentido general de que todo proviene de Dios, ya que Dios es el responsable último y exclusivo de todo lo que existe, sino en el sentido singular de que, recíprocamente, la identidad de Jesús define quién es Dios, su misma “sustancia”.

La relación entre Dios y Jesús se expresa en los diversos acontecimientos de la existencia humana de Jesús. Nacer, para Jesús, es “descender” la relación entre Jesús y Dios al nivel de las condiciones espacio-temporales del mundo de los seres humanos. Vivir, para Jesús, es poder ejecutar la “salvación”, que arranca a los seres humanos del sufrimiento y de la muerte.

La exposición del concilio menciona finalmente al Espíritu Santo, sin describir su identidad ni su acción. Así como el aliento que sale de nuestros pulmones es nuestro propio aliento, pero se separa de nosotros para difundirse en el mundo que nos rodea, del mismo modo, el Espíritu de Dios sale de lo más profundo de Dios para difundirse en el universo y en el corazón de aquellos a quienes ama.

¿Qué unidad para la iglesia?

La carta apostólica de León XIV, In unitate fidei («En la unidad de la fe»), interpreta acertadamente el concilio de Nicea como un acontecimiento de restauración de la unidad de la Iglesia. Sin embargo, hay que preguntarse cuál es el precio que hay que pagar por esta restauración. En Nicea, significó la expulsión de los disidentes. La unidad mediante la supresión de las diferencias no es ciertamente la unidad que deseamos hoy para nuestras familias, nuestras naciones o la Iglesia. El deseo de una unidad que conserve las diferencias y las articule para ponerlas al servicio de la unidad se resume en una expresión que el Papa, en la oración al Espíritu Santo con la que concluye su carta, retoma del papa Francisco: el Espíritu es “la armonía que une los corazones y las mentes de los creyentes”. Ahora bien, esta armonía es también el ideal de la sinodalidad promovida por Francisco. Celebrar el concilio de Nicea es también desear que, aún hoy, la forma sinodal equilibre la forma episcopal y, más aún, la forma papal de gobernar la Iglesia.

 

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