Desde 1490 el Jubileo se conmemora cada 25 años con el fin de que todas las generaciones puedan vivir este año lleno de gracias especiales.
En una mañana helada, muy propia del invierno europeo, el 6 de enero de 2001 Juan Pablo II cerraba la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro en el Vaticano, finalizando lo que fue el Gran Jubileo del año 2000. Éramos miles los fieles abrazados por la columnata de Bernini, fuimos testigos de la firma de la Carta Apostólica Nuovo Millenio Ineunte. (Al comienzo del nuevo milenio): “Mi mirada en este año ha quedado impresionada, no solo por las multitudes que han llenado la Plaza de san Pedro durante muchas celebraciones. Frecuentemente me he parado a mirar las largas filas de peregrinos en espera paciente de cruzar la Puerta Santa. En cada uno de ellos trataba de imaginar la historia de su vida, llena de alegrías, ansias y dolores; una historia de encuentro con Cristo y que en el diálogo con Él reemprendía su camino de esperanza”, dice el texto.
Cada cuarto de siglo la Iglesia nos invita a celebrar un año jubilar, tradición milenaria que viene del Antiguo Testamento, específicamente del libro del Levítico (25, 10-13) y la cual fue tomada y cristianizada por el papa Bonifacio VIII para celebrar —en ese entonces cada 100 años— un aniversario más de la llegada de Cristo. Desde 1490 el Jubileo se conmemora cada 25 años con el fin de que todas las generaciones puedan vivir este año lleno de gracias especiales.
El Jubileo venidero, el cual se inaugura en Roma en Nochebuena y en las diócesis del mundo el próximo 29 de diciembre, tiene como “apellido” la esperanza. Francisco nos pide que, al celebrar este año santo, tengamos esta virtud teologal como eje en medio de un mundo acosado por las guerras, el individualismo, la desconfianza, las relaciones cada vez menos personales y más virtuales, la polarización de la cual es víctima también la misma Iglesia, los hombres y mujeres absorbidos por el ritmo frenético y la cultura de la inmediatez y la superficialidad. Algo que nos quita tiempo para la reflexión, los pasatiempos saludables, las buenas lecturas, las amistades valiosas, las conversaciones nutritivas de “tú a tú” así como los espacios de oración que propician calma y silencio, fruto del encuentro con Dios.
En la bula Spes non confindit (La esperanza no defrauda) el Papa nos presenta una radiografía del drama humano actual: “La imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda” para luego ofrecernos una medicina: “la esperanza cristiana, de hecho, no engaña ni defrauda, porque está fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del amor divino”.
Otra virtud que nos pide cultivar en este año santo es la paciencia: “Estamos acostumbrados a quererlo todo y de inmediato (…). De hecho, ocupan su lugar la intolerancia, el nerviosismo y a veces la violencia gratuita que provocan insatisfacción y cerrazón”, y nos sugiere una práctica para que podamos ir conquistando —o reconquistando— esta virtud: “guardar el alternarse de las estaciones con sus frutos; observar la vida de los animales y los ciclos de su desarrollo; tener los ojos sencillos de san Francisco que, en su Cántico de las criaturas, escrito hace 800 años, veía la creación como una gran familia y llamaba al sol ‘hermano’ y a la luna ‘hermana´”.
Son muchos los eventos que, tanto en Roma como en el resto de las diócesis del mundo, celebrarán este Año Santo, que permitirá a los católicos renovarnos en la fe participando de encuentros y conociendo a fieles de diversas realidades y, a los no creyentes, acercarse y sentirse abrazados por una Iglesia que acoge a aquel que quiera conocer y practicar el mensaje de Cristo. Todos estamos invitados a participar de esta fiesta: profesores, periodistas, médicos, artistas, deportistas, ingenieros, arquitectos, sacerdotes, consagrados, jóvenes, niños, familias, etc., serán algunos de los grupos que tendrán una celebración particular en la que el Papa les dará un mensaje sobre cómo vivir y testimoniar la fe desde sus diferentes realidades y en este frenético siglo XXI. Ojalá al terminar este año santo podamos mirar atrás y decir lo mismo que San Juan Pablo II escribió hace 25 años: “Después del entusiasmo jubilar ya no volvemos a un anodino día a día. Al contrario, si nuestra peregrinación ha sido auténtica debe como desentumecer nuestras piernas para el camino que nos espera”.
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