Después de la preocupación por el medio ambiente, la sustentabilidad empezó a ser foco de debates internacionales durante los años setenta. Ideas que también están presentes en documentos de la Iglesia y que forman parte de las responsabilidades que en la actualidad deben asumir las universidades pontificias
En 1986 se publicó el Informe Brundtland, el documento final de las deliberaciones de la Comisión Mundial del Medio Ambiente y Desarrollo que fue formada en 1983 por las Naciones Unidas. Con el título Nuestro futuro común, este escrito planteó una serie de desafíos relacionados con el desarrollo contemporáneo y, en particular, temas vinculados a la pobreza, la equidad y las transformaciones en la naturaleza: recursos renovables y no renovables, y calidad ambiental.
Basado en este análisis del estado del planeta y las sociedades, a inicios de los años ochenta surgió, entre otras estrategias, el Programa 21, una pauta de acción para el siglo XXI que indicaba las formas de aterrizar el desarrollo sustentable a las diversas comunidades, ciudades y regiones. El programa fue aprobado por decenas de países en la Cumbre de Río sobre Desarrollo y Medio Ambiente 1992, pero veinte años después, la Cumbre de Desarrollo Sustentable de Río de Janeiro 2012 (Río +20) indicaba claramente que la falta de equidad y la degradación de la naturaleza seguían presentes con mucha fuerza, a pesar de que se había disminuido la pobreza. Debemos agregar que, con 456 millones de pobres en el mundo en 2013 según la ONU, estos avances requieren una contextualización.
Nuestro futuro común
Río +20 —cuyo informe fue titulado El futuro que queremos— fue decepcionante en términos de las decisiones tomadas, ya que cuenta con «buenas intenciones», pero la poca claridad en cuanto a la ejecución ha caracterizado el despliegue del desarrollo sustentable como paradigma de desarrollo.
Frente a este escenario de esperanza y resultados mixtos durante las últimas décadas, se pueden plantear dos preguntas: ¿Cuál ha sido el rol de las universidades en promover el desarrollo sustentable? Y más importante: ¿Cuáles son los valores que motivan las acciones para un desarrollo más sustentable? En ambos casos, debido a la función protagónica que juegan las universidades pontificias en la educación superior en América Latina, cabe cuestionarse particularmente sobre cuáles son las relaciones que existen entre la vida universitaria pontificia y el desafío social para conseguir este desarrollo más sustentable.
El primer punto para destacar es el concepto mismo del desarrollo sustentable. Para muchos, se trata de un mejoramiento de la relación entre el crecimiento económico y el uso de recursos y calidad ambiental. Esta situación se puede definir como modernización ecológica, donde el desarrollo sustentable se resuelve a través de eco-eficiencias y nuevas tecnologías, principalmente. Esta idea base fue evidente en el planteamiento de la economía verde en Río +20. Es un proceso de greening o de enverdecer lo existente, y ha sido criticado como greenwashing: un lavado de la imagen de los procesos contemporáneos de producción y consumo. No obstante, Nuestro futuro común, y El futuro que queremos, entre otros, no apuntan a la modernización ecológica solamente. La reducción de la pobreza y cuestiones de equidad forman los ejes principales de estos documentos. Más que la tríada estereotípica del desarrollo sustentable —economía, sociedad, medio ambiente— el enfoque es otro: no se trata de la idea de un modelo de crecimiento con equidad que al mismo tiempo mantenga la disponibilidad de recursos naturales y la calidad ambiental. Al revés: se trata de desacoplar estos procesos. Esto significa que hay un aumento en el bienestar de la población y las opciones para realizarse en plenitud, al mismo tiempo que existe una reducción en la naturaleza (el uso de recursos renovables y no renovables) para alcanzarlo. Erich von Weizsacker presenta este desafío de desacoplamiento, entre otros, en su libro Factor 4: plantea la meta de largo plazo de aumentar en 50% los niveles de bienestar de la población, con una reducción de 50% en el uso de recursos. De gran importancia en factor 4, también es Factor 10 (otra iniciativa parecida) en términos de la responsabilidad de habitantes en los países de alto consumo (desarrollados).
El segundo punto está relacionado con las formas de construir tal modelo. Herman Daly, economista ecológico, ofrece un triángulo para entender mejor el desafío del desarrollo sustentable, donde todos los elementos de la naturaleza y las ciencias naturales que nos ayudan a comprenderla están en su base: es el sine qua non de la vida, los medios últimos. Sobre esta base se construyen los medios intermedios, constituidos por las ciencias y la tecnología, que conllevan al entorno construido, sistemas de producción e intercambio, entre otros. Sin embargo, falta el sentido de estas dos capas de desarrollo: la naturaleza misma, construcción y producción. Es la economía política que define el norte —el para qué— del proceso. Con estos recursos naturales y económicos se busca un fin intermedio, en términos de educación, conocimiento e interacciones socioculturales. Pero todavía no se resuelve la pregunta del PARA qué. El apogeo del triángulo —el fin último— es la ética que indica por qué y para qué se debe seguir un camino de fortalecimiento del desarrollo sustentable, comparado con otras alternativas de desarrollo que circulan al mismo tiempo.
Si entendemos el desarrollo sustentable no solamente como un desafío tecnológico o económico, sino como un desafío ético, existe la posibilidad de generar procesos de desacoplamiento y un planteamiento de desarrollo que se contrasta con el modelo dominante existente, donde somos incapaces de desacoplar procesos de desarrollo socio-económico como, por ejemplo, el aumento del PIB y la explotación de la naturaleza. ¿Cuáles son las responsabilidades éticas frente a la pobreza, la equidad y la naturaleza, para las generaciones actuales y futuras? La misma ONU, los gobiernos nacionales y locales, y las ONG han sido lentos en generar una plataforma ética para responder a esta pregunta. Como consecuencia, hay que ver la relación con otros marcos éticos que influyen en la sociedad. El cristianismo y el catolicismo nos ofrecen tal marco, lo que lleva a preguntarnos ¿cuáles son los puntos de encuentro entre estas dos líneas de pensamiento, y cómo se aplica en la práctica en las universidades pontificias de la región?
«Debido a la función protagónica que juegan las universidades pontificias en la educación superior en América Latina, cabe cuestionarse particularmente sobre cuáles son las relaciones que existen entre la vida universitaria pontificia y el desafío social para conseguir este desarrollo más sustentable».
Debido a la importancia de las universidades pontificias de comunicar los mensajes de la Iglesia —además de definir cómo y qué se debe enseñar, aprender e investigar para crear una sociedad mejor, en armonía con la naturaleza—, si estas no definen el desarrollo sustentable como un fin último con una justificación ética profunda, todas sus intervenciones en términos de la gestión de residuos, cambios en movilidad, eficiencia hídrica y energética, equidad en el acceso a la universidad, distribución de los ingresos dentro la universidad, y las responsabilidades hacia la comunidad, pierden fuerza y legitimidad.
Cuando el papa Francisco enfatiza la importancia de una Iglesia con misericordia para los pobres, «una lglesia pobre y para los pobres», habla del desafío moral de eliminar la pobreza, pero también de lograr la equi- dad entre la gran cantidad de pobres en el mundo y los recursos que la Iglesia posee.
Puntos de encuentro: Pobreza, equidad y naturaleza
Los puntos de encuentro y desencuentro relativos a la sustentabilidad entre la Iglesia y la ONU son evidentes. Un ejemplo es el trabajo de la Misión de la Santa Sede ante las Naciones Unidas, formada en 1964.
En este contexto, cuando el papa Pablo VI enfatizó la importancia del desarrollo en su encíclica Populorum progressio, el principal desacuerdo estuvo en las políticas de planificación familiar de la ONU. En la conferencia sobre población en Bucarest en 1974, y de nuevo en El Cairo en 1994, esta división se mantuvo como elemento principal de discordia. Lo anterior no implica el rechazo de las ideas de desarrollo sustentable por parte de las mencionadas instituciones, pues se encuentran muchos más elementos de encuentro, en particular con los temas de pobreza y equidad, pero también con la naturaleza. En su encíclica Caritas in veritate, el papa Benedicto XVI hizo ver la importancia de la custodia responsable de la naturaleza, con una reducción de consumo energético en los países de alto consumo para asegurar mejor acceso para todos alrededor del mundo: en otros círculos este enfoque se llama justicia socioambiental.
Este planteamiento también fue parte de la encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II en 1995, cuando él comunicó las amenazas del materialismo y la importancia de los valores del respeto, la gratuidad y el servicio, y no solamente los criterios de eficiencia, funcionalidad y utilidad: «Se aprecia el otro no por lo que es, sino lo que tiene, hace o produce». Se recuperan elementos esenciales de Gaudium et spes (1965) de Pablo VI: «Brota también el desequilibrio entre el afán por la eficiencia práctica y las exigencias de la conciencia moral, y no pocas veces entre las condiciones de la vida colectiva y las exigencias de un pensamiento personal y de la misma contemplación» (GE n. 8). Otro equilibrio que destacó en Gaudium et spes fue lo de la equidad, donde se señalaba el escandaloso hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales entre los pueblos de una misma familia humana.
Juan Pablo II reconoció las responsabilidades hacia la naturaleza también: «En realidad, el dominio confiado del hombre por el Creador no es un poder absoluto […]. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de comer del fruto del árbol (c.f. Gn 2, 16-17), muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a las leyes no solo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune».
Responsabilidades postergadas
A pesar de los 50 años que lleva la discusión acerca del desarrollo contemporáneo entre el Vaticano y la ONU, y la evidencia de muchos puntos de encuentro, una revisión de esta materia en las universidades pontificias en América Latina en 2010 indica que no han asumido las responsabilidades prácticas ni éticas del desarrollo sustentable; mucho menos en la ética del quehacer. La formación de alumnos sigue enfocada en la materia de la eficiencia y la utilidad. Mientras hay evidencia de múltiples cursos sobre medio ambiente, el título de desarrollo sustentable o sustentabilidad está casi ausente de los cientos de cursos y programas dictados en las universidades pontificias de la región, evidenciando la falta de integración de las facetas del desarrollo: una perspectiva holística. La organización de las universidades en silos de conocimiento casi hermético —escuelas y departamentos disciplinares— mantiene y reproduce estas deficiencias, a pesar de la lenta evolución de centros e institutos inter y transdisciplinares.
La gestión de los campus también indica la falta de conciencia frente al tema medioambiental, con iniciativas basadas en el manejo de residuos pero sin una integración amplia de las otras facetas de la naturaleza y el uso de los recursos en forma responsable. Es, sin lugar a dudas, una tarea pendiente. Los campus deben representar el pensamiento de las instituciones: su planteamiento ético frente a la comunidad, la familia humana mundial y el planeta.
Los avances durante la década de 2000 han sido exponenciales, en línea con los movimientos de campus sustentable asociados con la Declaración de Talloires de 1990 y la Carta Copérnico de 1997. Sin embargo, son pocas las universidades en la región que han declarado sus intenciones de priorizar este enfoque. La UC en Santiago de Chile, con su Oficina de Sustentabilidad formada en 2012 y su compromiso hacia una universidad sustentable en su Plan de Desarrollo (2010- 2015), se destaca en este sentido.
Una universidad sustentable, como está planteado, busca preservar el medio ambiente. No obstante, el concepto de universidad sustentable trasciende este objetivo de ecoeficiencia, incluyendo por ejemplo otra prioridad del plan: «Una universidad UC más inclusiva». Esa es precisamente la meta: la capacidad de integrar diversos aspectos socioecológicos y de equidad al quehacer cotidiano universitario. Mientras que muchas de la universidades católicas en la región han avanzado con ecoeficiencias, por ejemplo con la gestión de residuos, hay muchas áreas todavía pendientes de desarrollar. Existen muy pocos cursos disponibles enfocados en la sustentabilidad y el desarrollo sustentable, más allá de un enfoque solamente medioambiental. Un buen ejemplo es Sustentabilidad de proyectos: Diseño urbano, arquitectura y urbanismo de la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro.
En términos de relaciones con la comunidad, Ex corde Ecclesiae (1990) indica la importancia de esta cercanía y responsabilidad para servir mejor a la sociedad. También indica que esta tarea no es solamente una aplicación de conocimientos modernos y tecnologías eficientes, sino «la búsqueda del significado con el fin de garantizar que los nuevos descubrimientos sean usados para el auténtico bien de cada persona y del conjunto de la sociedad humana» (ECE n. 7).
En la docencia e investigación; la gestión de campus; y la relación con la comunidad, se puede evidenciar el aterrizaje de los con- ceptos de desarrollo sustentable y su relación con las tareas de la Iglesia Católica. Las universidades son vehículos claves para esta enseñanza y su aplicación en la sociedad.
Hay reconocimiento de los traslapes en los mensajes desde el pensamiento humanista de la ONU sobre el desarrollo sustentable y los mismos planteamientos de la Iglesia Católica desde los sesenta en términos de pobreza, equidad y naturaleza. El trabajo de la Misión de la Santa Sede lo indica muy bien. No obstante, y como lo indicaron en la Cumbre de Río +20, el modelo de desarrollo imperante carece no solamente de las herramientas para generar menos pobreza y mayor equidad con menos recursos naturales, sino de una ética que sustenta las acciones tomadas para el bien común, para la familia humana. Si las universidades no son agentes de cambio en enfrentar esta crisis de desa- rrollo contemporáneo —en particular las universidades pontificias debido a su esencia moral—, uno debe cuestionar la ética de las mismas instituciones y sus comunidades, y sus responsabilidades en el pasado y el presente. Solamente a través de este proceso de reflexión ética se puede concebir un desarrollo sustentable.
Notas
[1] Este artículo es parte de una investigación que contó con la colaboración de Sonia Reyes, Jordan Harris y Camilo Huneeus.