Un enorme cubo de hormigón está hoy enclavado y forma parte del acceso al Campus San Joaquín. Ya sea ingresando peatonalmente, cruzando velozmente por Vicuña Mackenna o aproximándonos en el Metro, esta imponente estructura se incorpora a nuestra imagen y memoria como un nuevo ícono de nuestro principal campus estudiantil.
Pero junto con ser un ícono formal, claramente reconocible y por lo mismo recordable, este edificio encierra puertas adentro una espacialidad y vida muy particular, que dice relación con su “alma”: la innovación. Cruzando sus umbrales, nos sorprende un gran atrio interior, de diez pisos de altura, que en contraste con la rugosidad pétrea del exterior (hormigón), presenta la calidez y color de las maderas nativas (roble). Metafóricamente podríamos decir que es como un “gran zapallo”, con su resistente piel exterior de color gris y la fragante blandura de un anaranjado interior.
El vacío del atrio es complementado por grandes calados hacia el exterior, que iluminan y conectan los espacios de trabajo con el entorno mayor. Estos recortes en el sólido volumen de la hueca calabaza, dan acceso y configuran los que tal vez sean los principales espacios colectivos del edificio: sus terrazas. Estas cavidades, con sus distintas alturas y proporciones, abiertas hacia distintas orientaciones, vinculan el espacio geográfico del valle, los edificios vecinos y su paisaje urbano, con la informal ocupación de sus habitantes.
Y digo que en estas terrazas hay algo de lo principal y principesco que tiene que ver con el alma de la innovación, ya que esta mucha veces proviene del cruce fortuito de capacidades y talentos que usualmente no se encontrarían, y estos calados y terrazas geográficas generan tales tipos de espacios, adecuados e inspiradores para que durante las horas libres de la jornada, todos quienes habitamos el edificio podamos encontrarnos.