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Del corazón de la UC al de la Iglesia

«Fue una experiencia de Iglesia viva desde el primer momento: diversa, fraterna y de una profunda humanidad».

Cada 25 años, la Iglesia nos regala un año de gracia y nos invita a detenernos, a reenfocar la mirada y transformar el corazón. Para el mundo puede parecer un año cualquiera; para los cristianos es una nueva esperanza, que estamos llamados a compartir desde el corazón de la Iglesia y recordar nuestra tan preciada universalidad. Para hacerlo un signo tangible, se abren cuatro puertas santas en Roma, que somos invitados a cruzar, y cientos de templos jubilares alrededor del mundo, para que todos aprovechemos esta experiencia de fe.  

Así brotó de los administrativos y profesionales de la UC el anhelo de “peregrinar juntos como comunidad”. Este deseo se fue consolidando con miedos e incertidumbres, pero también con señales que nos invitaron a perseverar, arraigados en la esperanza de que Dios estaba detrás de este impulso. Faltaba una semana para partir y nuestra delegación de 54 personas estaba lista para subirse al avión y peregrinar a Roma a renovar la fe y nutrirse con la fuente del amor. Cada uno con su historia, su proceso y sus ganas de encontrarse con algo más grande.  

El segundo día de la octava de Pascua, poco antes de partir, despertamos con la noticia del sentido fallecimiento del Papa. Llegaríamos a un Vaticano con la sede vacante, pero eso no nos desanimó; al contrario, quisimos poner especial atención en la voz del Espíritu Santo, quien nos invitaba a mirar hacia dentro de nuestra Iglesia y rezar por quien asumiría la misión de guiarnos.  

Desde los preparativos supimos que este no sería un viaje más, sino un reencuentro profundo con Dios. Lo espiritual no era un accesorio, sino el centro. Por eso tuvimos varios encuentros preparatorios, para conocernos y rezar juntos. Gracias a ello, los días de peregrinación estuvimos muy unidos en oración, formación y también en risas, emociones y silencios llenos de sentido. Fue una experiencia de Iglesia viva desde el primer momento: diversa, fraterna y de una profunda humanidad. Nos enriquecimos mutuamente, sostenidos por el amor, la escucha y la alegría de compartir el camino. Fuimos testigos del paso de Dios entre nosotros.  

En lo personal, esta experiencia reafirmó la vocación que vivo en la Pastoral y me devolvió el asombro por la obra de Dios en los demás. Él actuó con ternura única en cada persona. Aunque recorrimos los mismos lugares y escuchamos los mismos relatos, cada peregrino vivió una transformación distinta. Como en un taller de manualidades, donde recibimos los mismos materiales y tuvimos al mismo instructor, pero cada resultado fue irrepetible. Dios, que nos conoce íntimamente, supo qué tocar, qué sanar y qué renovar.  

Ahora, tenemos la misión de encender los corazones de otros con el fuego que traemos y que nos transformó. La esperanza no es solo para nosotros: estamos llamados a compartirla. Que esta vivencia inspire a otros a confiar en que la fe sigue moviendo montañas, y que el amor de Dios se manifiesta cuando, con valentía, decimos que sí. 

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