Palabras de S.E.R. cardenal Ricardo Ezzati A., Gran Canciller UC, con motivo del inicio del año académico 2014.
Campus San Joaquín
Viernes 4 de abril de 2014
Al comienzo de este nuevo año académico, quisiera saludarlos a todos deseándoles que el espíritu que los anima, y que nos anima como Universidad Católica, sea el que se despliegue a lo largo de todo este periodo, arraigado en un fecundo trabajo académico, formativo y de servicio hacia nuestra sociedad.
Quisiera hacer una reflexión sobre la palabra de Dios que hemos escuchado, porque no solamente nos ilumina frente al misterio de la Pascua del Señor, sino también en nuestro caminar.
Una expresión que destacan los textos bíblicos de hoy es la palabra prueba. La primera lectura, del libro de la Sabiduría (2,1a.12-22), explicita de manera muy concreta la idea de «poner a prueba al justo»; en tanto, el texto de Juan (7,1- 2.10.25-30) hace alusión a aquel que es probado por la misma persona del Señor. Ambas miradas nos invitan a preguntarnos qué elección de vida brota también para nuestra universidad. Se nos exhorta a ver si ese «justo» actúa de verdad de acuerdo a lo que es, si mantiene su actitud y su conducta. En particular, el texto del evangelio nos muestra cómo Jesús es puesto a prueba y el pueblo de Israel logra lo que pretende: clavar en la cruz al Señor, al justo. Luego, surge la pregunta: ¿qué consecuencias tiene este vivir la prueba en la vida de Jesús y en nuestra propia vida?
En su inicio, el evangelio sinóptico de Mateo destaca que Jesús fue probado por la tentación de construir un reino de acuerdo a los criterios humanos, y no de acuerdo al criterio del Padre que lo había enviado: «dile a esta piedra que se convierta en pan» (Mt. 4,3), «tírate del templo» (Mt. 4,6), «todo lo que tú ves yo te lo puedo dar si te postras ante mí» (Mt. 4,9). En el mismo se señala que el diablo, después que Jesús venció esa primera prueba, lo dejó por esa vez. No obstante, la prueba más grande que Jesús ha sufrido, la que definió su proyecto salvador, fue su propia existencia humana y el ser clavado en la cruz. ¿Qué prueba más definitiva podríamos mencionar para destacar el fracaso de la vida de Jesús? Paradojalmente, es esta prueba la que confirma que es hijo de Dios, que el Padre está con él, que el misterio de la Salvación no es una derrota, sino una gran victoria: la de la resurrección y del amor de Dios por encima del odio, el rencor y el pecado. Es la comprobación de que la ternura de Dios tiene la última palabra en la resurrección del Señor.
Al mismo tiempo, la experiencia de Jesús, su vida y su amor son la palabra definitiva que Dios pronuncia sobre la historia de las personas, de la humanidad; también la historia de cada creyente y de toda la Iglesia. Cada uno de nosotros atravesamos pruebas muy distintas que brotan de nuestra limitada forma humana. Algunas de ellas se relacionan con nuestro camino más interior, incluso con nuestro camino de fe. Cuando Jesús se pregunta: «¿Cuando vuelva el Hijo del Hombre, encontrará fe en el mundo?», no es por otra cosa sino porque nuestra fe es puesta a prueba, en cada ruptura interior, en cada época.
No es necesario aquí recordar la historia de la Iglesia para hacer presente esa verdad. Basta que nos detengamos a reflexionar sobre las pruebas que nuestra fe sufre hoy. La fe nos llama a expresarla con toda la radicalidad de aquel que ha puesto su confianza en el Señor, que rechaza el poder y la soberbia humana.
Las pruebas que hoy debemos enfrentar provienen de los sufrimientos que estamos sujetos a vivir, de la historia que vivimos en el día a día. En este contexto, surge la mirada de algunos que piensan que las pruebas son una condición fatalista de la vida. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué hay que hacer? Las respuestas son muy diversas. Algunos se creen capaces de superar todo por sí mismos, ayudados de su fuerza interior; mientras, otros se pierden y sucumben frente a la vida, sin encontrarle sentido a la superación de las pruebas.
Los creyentes estamos llamados a descubrir las pruebas de una manera diferente: mirar a Jesucristo, encontrar en Él el modelo, la guía para superar nuestras pruebas. Cuando esto lo hacemos desde un corazón creyente, las pruebas nos revelan que no estamos solos, que lo que hacemos tiene un sentido, que Dios es bondadoso y misericordioso, que Él nos salva y desea que tengamos siempre vida abundante.
Ahora, si esto es verdad a nivel personal, la prueba también es una realidad que acompaña la vida comunitaria, la misión de la Iglesia y de sus instituciones y, por supuesto, de la universidad. Esta universidad está sujeta a muchas pruebas. En primer lugar a la prueba de la fidelidad, que son los principios que inspira el Evangelio del Señor. Frente a esto, podemos preguntarnos si la eficacia que tenemos que lograr está relacionada con la calidad de la educación, de la tarea científica de la universidad o, simplemente, con una calidad que se limita a cosas intrascendentes. Por otro lado, podemos pensar que a lo que estamos llamados es a ofrecer, incluso más allá de las tentaciones externas, solamente éxito o altos puntajes de calidad a nivel nacional o internacional.
Lo cierto es que la prueba que siempre tenemos que saber superar es la de ser fieles a la identidad católica de la universidad, a la identidad cuyo origen, cuya fuerza, es el Evangelio del Señor, lo que Dios piensa del hombre, de su bienestar y de la sociedad.
Las pruebas que debamos enfrentar para ser fieles a Jesucristo y a su Evangelio se volverán también para nosotros evidencia de la verdadera y auténtica fecundidad de nuestro servicio en la sociedad chilena, Dios quiera, un anticipo de su reino.
Mis queridos hermanos y hermanas, querida comunidad universitaria, que el Señor nos conceda un año lleno de fecundidad, incluso en medio de las pruebas que debamos sostener y enfrentar. Que la gracia del Señor y la fuerza de su palabra iluminen el camino de cada uno de los miembros de esta comunidad, y aliente, con nuevo entusiasmo, el camino que la universidad está llamada a emprender. Lo sabemos: el Señor ha vencido, el Señor ha resucitado y la victoria de Cristo es y será también nuestra propia victoria. Amén.