El ser humano es un ser profundamente social: la mayoría de nosotros disfruta con poder contar una historia, describir una experiencia, compartir una emoción. Personas que sienten que se les niega esta posibilidad, normalmente sufren mucho. El ser humano es complejo, a veces contradictorio y, muy a menudo, imprevisible. Por ello las interacciones sociales pueden resultar muy difíciles de manejar y exponen a quien se involucra en ellas a la posibilidad de la incomprensión, de la traición, de la exclusión.
Las redes sociales —de la cuales Facebook ha sido sin duda la más importante y veremos en unas líneas porque—, parecen ofrecer una solución tecnológica a la complejidad del manejo de las relaciones sociales: interponen entre las personas que desean conectar un medio digital. Este medio permite compartir, con velocidad instantánea, contenido muy variado con un grupo más o menos selecto de personas. El mensaje puede ser leído por el receptor o no; el emisor de un mensaje incómodo o ambiguo, o que despierta rabia en el receptor, es protegido de su potencial agresión por la distancia a la que opera el medio digital. Apoyándose en la naturaleza intrínsecamente social del ser humano y limitando profundamente los riesgos implícitos en cualquier forma de comunicación humana, no es de sorprender que hayan tenido tanto éxito.
El ser humano es complejo, a veces contradictorio y, muy a menudo, imprevisible
Capitalismo de vigilancia
Facebook de Mark Zuckerberg tiene una importancia decisiva en la historia de las redes sociales porque fue la primera con la que se generaron ganancias y, como bien explica Shoshan Zuboff en un influyente libro1 —crítica de las grandes empresas tecnológicas californianas como Facebook (ahora Meta), Google (ahora Alphabet) y Apple (que no se cambió de nombre)—, todas se convirtieron en vendedoras de espacios publicitarios altamente eficaces. Dado que los gigantes tecnológicos de la Silicon Valley poseen una enorme cantidad de datos sobre sus usuarios, como la capacidad de analizarlos de forma extremadamente precisa, pueden vender espacios publicitarios que apuntan sólo y exclusivamente a aquellos usuarios que tienen una alta probabilidad de compra del producto que se quiere vender.
Un cartel de productos de higiene en la carretera alcanza menos de la mitad de gente interesada, todo lo contrario a que un grupo selecto de responsables en innovación tecnológica se encuentre con el banner de un software especializado en un sitio de gestión de empresas. Como alternativa a la publicidad tradicional es más barato, más eficaz y, sobre todo, arroja resultados de venta mucho más predecibles porque está basado en los modelos de comportamiento de compras predictivos, aplicados gracias a los datos que los mismos usuarios comparten. Este es el principal instrumento que tienen los productos de grupos como Meta (Facebook, Instagram y WhatsApp) para maximizar sus ganancias: sofisticados algoritmos programados para generar la necesidad de estar revisándolas constantemente.
Ideas más extremas y menos matizadas
El contenido promovido por los algoritmos de las redes sociales —caracterizado por ser exagerado, hiperbólico, absurdo, divertido, emocionante, repetitivo, liviano, personal, personalizado…— nos tiene constantemente enganchados, en un mundo lleno de estímulos que interrumpen constantemente el flujo de nuestra atención, dejando poco tiempo para la reflexión crítica y, sobre todo, para la comunicación personal cara a cara que tanto nos enriquece. Esto explica también por qué nuestras opiniones se vuelven siempre más superficiales y, a la vez, radicales. Superficiales porque las redes sociales impiden o dificultan tener momentos de reflexión silenciosa profunda, desde los cuales nace la posibilidad de la crítica y del cuestionamiento. Radicales porque, contrariamente a lo que normalmente se declara, el ser humano tiende a estar enganchado por contenido generado por personas que piensan de forma similar a uno. Es así como recibimos sólo refuerzos positivos a nuestras ideas, también a la más alocadas, encerrados en la “burbuja-filtro” como la llama el pionero del activismo político digital, Eli Pariser.
Hemos descrito, entonces, la paradoja de las redes sociales o su hipocresía: prometen conexión y lo que generan es una sociedad de individuos solos, con ideas radicalizadas e incapaces de aquel diálogo racional que es el verdadero motor de una sociedad democrática. Los más jóvenes son los más desprotegidos frente al poder de las redes sociales. Los Facebook Files publicados por el Wall Street Journal, comprobaron que Meta no tomó ninguna acción concreta para proteger la salud mental de aquellas adolescentes cuyas dolencias eran causadas o agravadas por los contenidos a las que Instagram las exponía aun teniendo evidencia empírica del daño provocado por lo que el algoritmo mostraba.
Ninguna celebración para los 20 años de Facebook: sólo una dura reflexión crítica que ve con favor a todas aquellas iniciativas que se están tomando en algunos estados de Estados Unidos y de Europa que miran introducir límites cada vez más severos al uso de los celulares en instituciones educativas, especialmente para la protección de los más jóvenes: particularmente expuestos a la violencia de los medios digitales.