Mensaje enviado por el presidente del Pontificio Consejo para la Cultura, cardenal Gianfranco Ravasi, con motivo del Atrio de Santiago.
Roma, viernes 25 de octubre de 2013.
«Creo que la Iglesia debería abrir también hoy una especie de Atrio de los gentiles donde los hombres puedan entrar en contacto de alguna manera con Dios sin conocerlo y antes de que hayan encontrado el acceso a su misterio, a cuyo servicio está la vida interna de la Iglesia. Al diálogo con las religiones debe añadirse hoy sobre todo el diálogo con aquellos para quienes la religión es algo extraño, para quienes Dios es desconocido y que, a pesar de eso, no quisieran estar simplemente sin Dios, sino acercarse a él al menos como Desconocido». Estas palabras de Benedicto XVI, pronunciadas ante la Curia Romana en diciembre de 2009 han dado lugar a una realidad concreta: un dicasterio vaticano, el Consejo Pontificio de la Cultura, ha dado vida a una serie de encuentros, bajo el denominador común de Atrio de los gentiles, para entablar un diálogo serio y respetuoso con quienes no creen o se declaran ateos. El acontecimiento inaugural tuvo lugar en París, en tres lugares emblemáticos, cada uno por motivos diferentes, de ese espíritu de que ha marcado la historia reciente en Francia: La Sorbona, la Unesco, la Académie Française.
El símbolo usado por el Papa acaso no sea transparente para todos. ¿Qué realidad evoca el Atrio de los Gentiles? Para entenderlo es necesario referirse a la planimetría del templo de Jerusalén, sobre todo en la configuración del imponente edificio levantado por Herodes a partir del 20 aC y destruido el año 70 dC por las legiones de Tito. Allí, además de las áreas reservadas a las mujeres, a los israelitas, a los sacerdotes y al santuario propiamente dicho, se abría un espacio al que podían acceder también los no judíos que subían a adorar en Jerusalén, o simplemente a visitar el templo. Era este el atrio de los gentiles, es decir, de las gentes, los pueblos no judíos, que desde una perspectiva judía aparecían como paganos.
[…] Este símbolo de apartheid y de separación sacra que era el muro del atrio de los gentiles es cancelado por Cristo que desea eliminar las barreras para un encuentro en armonía entre los dos pueblos. Con esta ulterior precisión paulina adquiere su pleno sentido la aplicación metafórica del atrio sugerida por Benedicto XVI.
Creyentes y no creyentes se hallan en territorios diferentes, pero no se deben encerrar en un aislamiento, sacro o laico, ignorándose o, peor aún, arrojándose mutuamente provocaciones, escarnios y acusaciones, como desearían los fundamentalistas de ambos bandos. No podemos eliminar sin más las diferencias, ni liquidar concepciones divergentes o ignorar las discordancias. Cada uno tiene los pies puestos en un «atrio» separado, pero los pensamientos y las palabras, las obras y las opciones pueden confrontarse, incluso encontrarse sin por ello renunciar a la propia identidad, sin desleírse en un vago sincretismo ideológico.
En este encuentro entre los dos atrios, es necesario purificar previamente los dos conceptos de base. Por un lado, los gentiles deben recuperar una propia concepción del ser y del existir, tal como se encontraba en los grandes sistemas ateos (pensemos en Marx o en la célebre parábola sobre el Dios muerto de la Gaya ciencia, de Nietzsche), antes de que quedaran encapsulados en sistemas político-ideológicos o cayeran en el burdo escepticismo y en la idolatría de las cosas, o que degenerasen en ateísmo sarcástico y demoledor, infantilmente escandalizador. Por otro lado, la fe tiene que redescubrir su grandeza, manifestada en siglos de pensamiento alto y en una visión acabada del hombre y del hombre, evitando los atajos del devocionalismo infantil o del fundamentalismo destructor, para mostrar que la teología tiene también un riguroso estatuto metodológico paralelo y específico respecto al de la ciencia.
Además de esto, el cruce entre voces diversas puede acontecer en torno a temas comunes, aun cuando sea con resultados diversos: la ética, la antropología, la espiritualidad, las preguntas últimas sobre la vida y la muerte, el bien y el mal, el amor y el dolor, la verdad y la mentira, la paz y la naturaleza, trascendencia e inmanencia. Por este camino se puede llegar incluso a la pregunta por lo Desconocido, aquel Ángostos Theós, el Dios desconocido, a quien se refirió san Pablo en su célebre discurso en al Areópago de Atenas (Hechos de los Apóstoles 17, 22-31).
Este encuentro común tiene lugar a través del diálogo, en cuyo centro se sitúa la palabra. «Nadie es una isla, completo en sí mismo. Cada hombre es un pedazo del continente, es una parte de la tierra». Esta fulgurante definición de la persona humana, formulada por el gran poeta espiritual que fue Johm Donne, podría entrelazarse con una célebre frase teológica de su contemporáneo Quevedo: «Dios es único, pero no solo». La personalidad del hombre y de Dios se revela en las palabras que se cruzan en un diálogo.
[…] Es sugestivo que el retrato de Jesús que nos ofrecen los Evangelios sea precisamente el de un hombre de diálogos. Sube los senderos de la altura del diálogo orante con el Padre divino cuando se recoge en la soledad del desierto; baja del cenit celestial al nadir infernal para dialogar con Satanás en la tentación, asumiendo para la ocasión los cánones de la disputa rabínica. Es esta misma diatriba la que sostiene el diálogo de Cristo con sus interlocutores hostiles, escribas, fariseos, saduceos, sacerdotes: en estas controversias que atraviesan no pocas páginas evangélicas, emerge también el vigor intelectual de los argumentos, sazonados a menudo con especies fuertes, con el mordiente de la indignación.
[…] En la oscuridad de la noche sale al encuentro de Nicodemo, hombre en busca, y no presta atención ni al sol ni a las críticas deteniéndose a hablar con una mujer herética y de mala fama ante un pozo de Samaría, o sentándose a la mesa con publicanos y pecadores. El telón de su vida se cierra coronando aquellas últimas horas precisamente con una serie de diálogos: Por una parte, los discursos intensos e íntimos con sus discípulos en la sala del Cenáculo. Por otra, sus respuestas escuetas a los interrogatorios en las frías aulas del proceso, en las que se respira el aire tenso del drama, hasta el último extremo diálogo orante con el Padre, dulce y terrible al mismo tiempo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?… Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Es este mismo diálogo el que sostiene el Atrio de los gentiles, un espacio abierto donde los diversos lógoi, los discursos, pueden escucharse y confrontarse.
[…] Sin pretender conversiones ni inversiones tan inmediatas como superficiales en el camino existencial pero, sobre todo, evitando las diversiones hacia el vacío, la banalidad, los estereotipos, gentiles y cristianos, cuyos atrios se hayan codo a codo en la ciudad moderna, pueden descubrir consonancias y armonías aun en su diferencia y pueden hacer levantar la mirada a una humanidad demasiado a menudo curvada solo sobre lo inmediato, lo superficial, lo insignificante, hacia el Ser en plenitud. Un poco como sugería en uno de sus Cantos últimos el poeta y sacerdote David Maria Turoldo: «Hermano ateo, noblemente pensativo, / en busca de un Dios / que yo no sé darte, / atravesemos juntos el desierto. / De desierto en desierto vayamos más allá / del bosque de la fe, / libres y desnudos / hacia el Ser Desnudo / y allí / donde la palabra muerte / tenga fin nuestro camino».