«¿Cómo mantenernos impasibles ante la pérdida diaria de espacios de carácter político, utópico, social, sagrado, relacional y humanista? Creo oportuno que, desde el arte, incentivemos un contradiscurso a este modelo de ciudad »
La ciudad es, quizás, el más grande y complejo invento de nuestros antepasados para producir inmediatez y humanidad. El crisol de mayor envergadura en cuyo interior se forja el alma individual y sus redes colectivas. Todo cuerpo social nace condicionado, en gran medida, por el ADN que cada tipo de ciudad le impregna a quienes la habitan, construyendo así el relato metonímico que los habitantes se dan colectiva e individualmente en ellas.Su vocación de ciudad sagrada o comercial, de defensa o de frontera, etc., propicia caracteres, modos de entender y soñar el mundo, formas de ser.
Desde mucho antes de que se materializara la actual situación –en la que más del 50 por ciento de la población mundial vive en ciudades–, la cultura ha sido el motor de la historia. Cómo no lamentar, entonces, que los artistas y quienes contribuimos a la educación e investigación del arte hayamos ido aceptando la falta de nuestra presencia continua, estable, próxima y masiva en los espacios públicos de la cotidianidad. Fuimos dejando primero las calles, las plazas, los edificios públicos, los templos en manos de soluciones urbanísticas y normativas municipales; luego, en las del diseño publicitario, el industrial y, finalmente, en las manos del lenguaje del marketing urbano, quien es hoy, en definitiva, el que dialoga con los transeúntes y los conquista a diario.
El carácter que esta ciencia del comercio imprime a la urbe está lejos del espíritu político y civilizador que deseaban transmitir las ciudades del sueño republicano. Es la antítesis del carácter que querían radiar las también soñadas ciudades de Dios en la tierra sagrada de cada cultura. La actual ciudad-marketing intenciona las relaciones, no hacia la conciencia de la inmediatez con la que se fundaron las ciudades y perduraron en la historia, sino propiciando el desplazamiento de multitudes solitarias y narcisistas a través de espacios segmentados según edad, capacidad económica e, incluso, etnia. En esta dinámica, la ciudad terminará siendo un gran dispositivo en el cual “el otro” será solo un eterno extraño con el que transar servicios u objetos, desinteresándonos de su vida y de su historia. La ciudadmarketing buscará destruir el ancestral rol de las ciudades históricas como generadoras de identidad colectiva hasta que ya no podamos recordar en qué momento “la amistad y la solidaridad, que eran antes los principales materiales de construcción comunitaria, se volvieron muy frágiles, muy ruinosos y muy débiles”1.
¿Cómo mantenernos impasibles ante la pérdida diaria de espacios de carácter político, utópico, social, sagrado, relacional y humanista? Creo oportuno que, desde el arte, incentivemos un contradiscurso a este modelo de ciudad que se impone desintegrando la trama social con el arma más efectiva del marketing: el descompromiso del uno para con el otro y el descompromiso del ser con la trascendencia.