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¿Somos Todos Responsables de Todos?

Basta abrir las páginas de cualquier diario para enterarse de la cantidad importante de asesinatos, muchos de ellos con una violencia inusitada, y de otros delitos contra la integridad de las personas. Ciertamente, de estos hechos son responsables personas individuales. La justicia establecerá su identidad, los juzgará y los condenará, según  lo que la ley establece.31

Ahora bien, ante esta situación, cabe hacerse una pregunta inquietante: ¿No somos todos nosotros, en alguna remota medida, coresponsables de esos delitos? Alguien podría responder a esta pregunta con otra pregunta, a saber, la de Caín: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” (Gen. 4,9). De nuevo, pues,  aparece una cuestión decisiva. ¿Puede atribuirse responsabilidad no solo a personas individuales, sino también a grupos de estas? Si fuera así, ¿en qué sentido? ¿Qué significaría, por  ejemplo,  decir que la solidaridad es, en primer lugar “que todos se sientan responsables de todos”, tal como lo hace Benedicto XVI? (CV n.38). Es más, este “sentirse todos responsables de todos” y la subyacente conciencia de pertenencia recíproca es puesta por el Papa como condición fundamental del desarrollo de los pueblos (cf. CV n.53).

«El “campo” de la responsabilidad moral admite una amplificación significativa. A través de mi falta de amor me hago corresponsable de la falta de amor de la otra persona. Esta solidaridad moral (…) se expresa en el hecho de que, en toda culpa, todos nos sentimos coculpables».

Max Scheler–un filósofo bien conocido por Karol Wojtyla– ha ofrecido, a mi entender, importantes contribuciones a una explicación filosófica de este sentimiento. En varios de sus escritos, este autor se refiere al carácter comunitario del ser humano y señala que esta característica no es una simple cuestión fáctica, en el sentido de poner de manifiesto el hecho de que el hombre vive con, al lado de, otros hombres. Muy al contrario, la persona se da a sí misma como miembro de una comunidad, en virtud de un rasgo de su propia estructura ontológica. De esta forma, nos encontramos con que la persona moral finita, esto es, los seres humanos, participan de un cosmos en el cual unas son moralmente solidarias de las otras. Así, todas las acciones de los seres humanos, ya sean actos buenos o malos, repercuten sobre la comunidad. Las acciones individuales de generosidad, de desprendimiento, o de egoísmo y mezquindad, provocarían un aumento o descenso del estado moral de la totalidad del mundo. Justamente a este mismo fenómeno de la reciprocidad en el “aumento” o “descenso” del estado moral de la humanidad, se refiere Juan Pablo II en Reconciliatio et Paenitentia.

De este modo, el “campo” de la responsabilidad moral admite una amplificación significativa. A través de mi falta de amor me hago, de algún modo, corresponsable de la falta de amor de la otra persona. Esta solidaridad moral es tal que ella misma –dirá Scheler– se expresa en el hecho de que, en toda culpa, todos  nos sentimos coculpables. Ese  es  el sentido de la  afirmación  de  Benedicto XVI mencionada anteriormente. Visto lo visto, la pregunta por una eventual responsabilidad compartida por acciones–incluso aquellas más violentas, como las mencionadas al inicio de esta columna– sigue estando vigente y se convierte en una justificada tarea de reflexión.

 

 

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