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Misericordia en la cárcel

Cuando alguien se siente perdonado, acogido y querido, responde con una sonrisa, no con más violencia. Si hubieran tenido la oportunidad de sentirse parte de nuestra sociedad desde el comienzo, sus vidas hoy serían distintas.

Hoy estamos viviendo una crisis de confianza política muy profunda, con la corrupción y descomposición social que ella acarrea. La estructura política, económica y social que hemos formado está debilitada y, pese a que todos estamos mejor que hace 30 años, el modelo ha tenido como consecuencia más riqueza para algunos, pero muy poco para la mayoría. A la cárcel llegan quienes fueron violentados desde su nacimiento por la ausencia de lo mínimo indispensable para una vida digna y acabaron en la delincuencia. Nada justifica el crimen y nuestra primera fidelidad es con la víctima, pero ¿qué hay detrás de las altas murallas que levantamos para ocultar a esos hombres y mujeres?

Aunque en la cárcel encontramos victimarios, no podemos dejar de ver lo que subyace en la mayoría de los actos delictuales. Su conducta tiene directa relación con una violencia anterior, primera, que fue ejercida sobre ellos desde la cuna, expuestos a los más altos niveles de marginalidad y pobreza. La mayor parte de quienes están presos han vivido en la calle, en hogares del Sename, han abusado de las drogas y el alcohol y tuvieron madres también privadas de libertad. La cárcel recoge a ese grupo humano que ha sufrido abandono, violencia, abuso, ausencia de familia, estudios y salud.

No nos sirve encerrar tres años a un sujeto y dejarlo en libertad en una situación de mayor precariedad y violencia. La cárcel tiene también una función restaurativa, y para que esto sea posible debe cumplir con algunos estándares básicos, como ofrecer intervención para la rehabilitación y una infraestructura digna, sin hacinamiento. Sin embargo, en Chile aún queda mucho por hacer en este aspecto. La Iglesia hoy está desarrollando los Espacios Mandela, lugares de intervención integral en distintas unidades penales. Creemos que la cárcel debería ser capaz de construir la libertad del sujeto y la de su pueblo —así como Nelson Mandela construyó la suya en sus 27 años de privación de libertad—, para otorgar la oportunidad de una vida más digna al salir de ella. La intervención consta de varias etapas en que se ofrece alfabetización, capacitación laboral y apoyo psicosocial, hasta finalizar en un largo período de trabajo intrapenitenciario para que puedan dar sustento a sus familias. Se trabaja con personas marcadas por la pobreza, que son violentos y que no tienen buen comportamiento. Y ha funcionado.

Ellos piden perdón y quieren cambiar su vida, porque cuando alguien se siente perdonado, acogido y querido, responde con una sonrisa, no con más violencia. Si hubieran tenido la oportunidad de sentirse parte de nuestra sociedad desde el comienzo, sus vidas hoy serían distintas. Es difícil hablar de misericordia en este contexto: faltan primero condiciones de justicia, equidad e inclusión. La situación exige tomarnos en serio nuestra fe al ponerla en diálogo con el mundo, pues nuestra fe, Cristo, se encarna en el mundo para transformarlo.

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