«Es justamente la naturaleza personal del embrión lo que funda su estatuto de paciente. No se necesita una petición de ayuda de su parte, para que un profesional de la salud le otorgue los cuidados que requiere»
El debate sobre el aborto provocado no es indiferente para nadie y tensiona y compromete a toda nuestra sociedad. Sin embargo, es a nivel individual donde el problema se presenta con mayor intensidad; son las mujeres y sus familias las que enfrentan incertidumbre cuando se presentan embarazos en situaciones complejas y somos los profesionales que las tratamos quienes tenemos que atenderlas buscando lo mejor para ellas y sus hijos. Es a nosotros a quienes consultan las pacientes que sufren situaciones críticas que hacen pensar en la posibilidad de un aborto, y quienes tendríamos que efectuar los procedimientos para conseguir ese objetivo.
Cuando hablamos de medicina, espontáneamente sabemos que nos referimos al cuidado de los enfermos y se entiende el médico como poseedor de un cuerpo de conocimientos, teórico y práctico, que puede ser usado para tratarlos. Esto que nos parece bastante claro, muchas veces se pone en duda en las primeras etapas del desarrollo humano. La conclusión ‘El médico respeta la vida del feto’, derivada de las premisas ‘el médico respeta la vida de todo paciente’ y ‘el feto es un paciente’, se invalida si la segunda premisa del silogismo es falsa. Si no hay paciente, no hay obligación ética de respetar su integridad ni buscar su salud.
El hecho de que el embrión y feto humano permanecen fuera de una adecuada consideración se debe a varios factores: uno de ellos es la desemejanza que tiene con lo que somos actualmente; otro, que nadie tiene vivencias de las primeras etapas de su existencia; y se añade que su presencia está bastante alejada de nuestro alcance, ya que al crecer en el interior de la mujer le permite solo a ella captar su presencia (y esto, solo parcialmente). Pero la dificultad más radical se debe a que aquellas realidades como la intimidad, la inteligencia, la libertad y la capacidad de realizar actos propios, por las que se caracteriza el ser humano, no se manifiestan aún en el embrión. Debemos, por tanto, ser capaces de reconocer en el orden de un grupo de células, o en un organismo a veces desemejante en el aspecto a nosotros, el ser de un sujeto cuya naturaleza, igual a la nuestra, se está recién desplegando.
Para otorgarle a este ser humano lo que merece, debemos considerar que el no ejercer las operaciones propiamente humanas por tenerlas en estado potencial, no determina que no exista un sujeto de naturaleza racional, sino que dichas operaciones no se expresan por falta de desarrollo de los órganos corporales necesarios para el ejercicio de aquellas funciones. Y es, justamente, la naturaleza personal del embrión lo que funda su estatuto de paciente. No se necesita una petición de ayuda de su parte para que un profesional de la salud le otorgue los cuidados que requiere para asegurar que su desarrollo se complete adecuadamente o para que, expuesto a una situación de riesgo o enfermedad, le realice las acciones médicas necesarias para su mejoría. Un médico o matrona que ha logrado aprehender la bondad poseída por el ser humano desde su aparición a la existencia, podrá ser el profesional que, enfrentado a una mujer embarazada, considere en ese mismo instante que tiene a dos pacientes: la madre, que habitualmente le solicita sus cuidados para ella y para su hijo, y ese hijo que es su paciente aún sin solicitarlo, ya que no lo puede hacer.