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Memoriales sobre DD.HH. ¿Bajo el Signo de la Cruz?

Memorial en recuerdo de los Detenidos Desaparecidos en el Cementerio General. inaugurado en febrero de 1994.

Los sitios que recuerdan a las víctimas de violaciones a los derechos humanos se han alojado en plazas, calles, cementerios, excentros de detención, recintos partidarios y edificios educacionales. a pesar de que distintas organizaciones civiles fueron protegidas jurídica y logísticamente por la Iglesia durante el gobierno militar, los memoriales en su mayoría exhiben un aspecto no confesional. 

 

En Santiago de Chile se suele llamar espacios de memoria o memoriales a sitios como el Parque por la Paz Villa Grimaldi o Londres 38. Se trata de recintos donde convive un homenaje a las víctimas de la dictadura con un desarrollo institucional que invita a la reflexión crítica sobre las violaciones a los Derechos Humanos (DD. HH.). Para que esos sitios adquirieran significación fue necesario un proceso que se extendió por varios lustros. Desplegada por colectivos, aunque también por individuos, las inscripciones suelen incluir la presencia de uno o varios memoriales.

Memorial —homenaje (in)tangible a colectivos afectados por la ocurrencia de hechos violentos— es un término que exhibe una trayectoria singular. Durante parte del período colonial, la palabra fue empleada para referirse a un documento generalmente confidencial. La reputación asociada al término justificó que personas y agrupaciones adoptaran la denominación cuando encabezaban una solicitud que basaba su contundencia en una descripción rigurosa. Así ocurrió muchas veces durante el siglo XIX y XX cuando agrupaciones de trabajadores elevaban detallados pliegos de peticiones. Más tarde, algunos escritores adoptaron memorial en diálogo con la literatura autobiográfica. En casi todos los casos se trató de un tipo de prosa que mezclaba referencias generacionales con ambientales. El término volvió a reaparecer en la década de los ochenta. Otra vez  la expresión figuró asociada a un tipo de texto, pero esta vez no se trató de un relato inspirado en un pretérito amable o en un paisaje arrobador. La publicación Memorial de la dictadura de Eugenio Hojman y revista Análisis tenía tanto de denuncia pública como de descripción pormenorizada. A las facetas anteriores el libro sumó otra característica: la organización cronológica de una abultada nómina de actos violentos.

Para el año 1989, en que Memorial de la dictadura circuló, ya era evidente que la mayoría de las ciudades chilenas se habían librado de ser invadidas por una epidemia de monumentos conmemorativos del antiguo régimen. En la antesala del inicio de los gobiernos civiles, ni monumento ni memorial evocaban intenciones personalistas como sí ocurrió en la España tardofranquista o en el Paraguay de Stroessner.

«Para la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, ubicar el monumento en un cementerio representaba una merma en la fuerza de un símbolo que debía trascender antes que encapsularse. Fue así que la construcción del memorial conoció toda clase de tensiones y demoras.»

Tras la llegada de Patricio Aylwin a la presidencia, algunas inscripciones alusivas a violaciones a los DD.HH. devinieron en marcas permanentes, pese a los destrozos que todavía sufren. Con todo, se trató de una presencia urbana de dimensiones muy ajustadas, no demasiado diferente a la que exhiben las animitas en Chile o Argentina. Hacia fines de la década de los noventa, signos e inscripciones adquirieron mayor notoriedad aunque los ritmos de su diseminación hayan sido muy variables. En la actualidad, siempre desde un punto de vista espacial, los elementos conmemorativos que recuerdan a las víctimas de violaciones a los DD.HH. ocurridas bajo dictadura despuntan en plazas, calles, cementerios, avenidas, excentros de detención, sedes sindicales, recintos partidarios y edificios escolares y universitarios. Muchas de esas inscripciones, en especial las más recientes, exhiben un aspecto no confesional. ¿Cómo entender dicha estética urbana si la Iglesia Católica cumplió un papel fundamental en la defensa de los Derechos Humanos?

Cuando lo personal se hizo político

Casi todas las organizaciones civiles por los DD.HH. tuvieron algún grado de asociación con la Iglesia Católica. De manera abierta y por un periodo extenso, la Iglesia proporcionó a las organizaciones protección jurídica y apoyo logístico. Pero la interacción no se puede simplificar a la defensa legal y el uso de instalaciones. La polinización cruzada incluyó un aprendizaje recíproco sobre la centralidad de los Derechos Humanos.

El Simposium Internacional de los DD.HH. realizado en 1978 en Santiago sedimentó una convergencia entre estéticas religiosas con otras de origen secularizado. Mientras la matriz cristiana aportó las velas encendidas como un recurso simbólico, las tradiciones secularizadas invocaron el alambre de púas como medio expresivo. Las primeras evocaron la mirada comprensiva de un Cristo dolorido, las segundas apor- taron la policromía de las arpilleras. Todo lo anterior cristalizó en la puesta en escena que acompañó el debut de la Cantata de los Derechos Humanos. Mientras la catedral de Santiago estaba abarrotada, un lienzo de grandes proporciones le anunciaba a la ciudad que la defensa de los Derechos Humanos era cardinal para la Iglesia. Así como los encadenamientos o las huelgas de hambre son acciones que pertenecen al repertorio de las organiza- ciones civiles por los DD.HH., la romería fue una contribución confesional. Durante 1979, las peregrinaciones a los Hornos de Lonquén reunirían en el espacio público a los activistas de DD.HH. con sacerdotes, monjas y laicos consagrados. Convertidas en un punto de encuentro para diferentes tradiciones, las romerías reaparecerían, permutadas, durante las Jornadas por la Vida realizadas con patrocinio eclesial en plena década de los ochenta. En todas esas demostraciones, en su gran mayoría pacíficas, la visualidad de los participantes adoptaría muchos elementos ya descritos. No debiera sorprender, entonces, que declaraciones, cánticos, manos descubiertas, pancartas, letanías y lienzos fueran recursos adoptados por el Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo (MTSA).

Las acciones en memoria de las víctimas tenían distintos símbolos. Las organizaciones cristianas realizaban romerías y encendían velas en los espacios públicos.

Como era presumible esperar, la enorme mayoría de los integrantes del MTSA eran cristianos. Durante todo el período en que el MTSA confrontó a los torturadores desde el exterior de sus propios recintos, la vocería del colectivo le correspondió al padre José Aldunate.

Antes que concluyera la década de los ochenta, la Iglesia Católica se reubicó en el ajedrez político. Justificado de muchas ma- neras, el cambio de orientación se alimentó de la ilusión por refundar la amistad cívica entre los chilenos. Parafraseando de manera invertida a Constable y Valenzuela (1993), la Iglesia Católica buscó impedir que el Chile de posdictadura se perpetuara como un país de enemigos. La clave en esa operación fue una palabra que entre 1972-1973 y 1988-1996 gozó de amplias resonancias: reconciliación. Como era presumible esperar, la reconciliación como narrativa dominante operó sobre concepciones visuales diferentes a las que en su momento articularon a la Iglesia con las organizaciones civiles por los DD.HH. Este cambio se puede visualizar en un ejemplo concreto: Las dificultades para materializar un reconocimiento físico al sacerdote Joan Alsina en el lugar de su martirologio. Lo que ahora conocemos como plaza Joan Alsina responde más a la perseverancia de un sacerdote que a una voluntad rememorativa de carácter institucional. El desinterés conmemorativo podría explicar el giro secularizado que las memorializaciones y los memoriales comienzan a exhibir con el inicio de un nuevo siglo.

Signos en la ciudad

La existencia de los primeros lugares de memoria que recibieron aportes gubernamentales y fueron levantados en terrenos fiscales o en proceso de estatización se explica por el quehacer de diversas orga- nizaciones donde confluyeron vecinos, exdetenidos, familiares de las víctimas, militantes de partidos y sacerdotes.

Como mínimo desde 1991, algunas organizaciones propusieron emplazar un monumento en el centro de Santiago y otro en el principal cementerio público de la ciudad. En su visión, el monumento debía conferirle a los reprimidos la calidad de protagonistas de su tiempo. Para el gobierno, a su vez, la erección del monumento debía representar un gesto simbólico de reconocimiento antes que un elemento impugnatorio.

Cuando una comisión ad hoc señaló el Cementerio General como única localización para erigir un reconocimiento, las organizaciones de DD.HH. criticaron el confinamiento de la pieza dentro de la ciudad de los muertos. Al menos para la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, ubicar el monumento en un cementerio representaba una merma en la fuerza de un símbolo que debía trascender antes que encapsularse. Fue así que la construcción del memorial conoció toda clase de tensiones y demoras. Aunque suele olvidarse, entre la colocación de la primera piedra —septiembre de 1990— y su inauguración —febrero de 1994— transcurrieron tres años y seis meses. Lo que contrasta con la celeridad en que se concursó, diseñó y levantó el Pabellón Nacional en la Expo 1992.

El mismo año en que se inauguró el memorial en el Cementerio General de Santiago se logró, por primera vez en el Cono Sur, la recuperación de un excentro de secuestro, tortura y exterminio. Gracias al protagonismo de vecinos y activistas, lo que pudo haber sido otro desarrollo inmobiliario ejecutado en condiciones de extrema opacidad terminó convertido en un parque por la paz. Pero al año 1994 el predio no podría sino ser representado como un erial. De la anti- gua y solariega Villa Grimaldi quedaban algunos pavimentos, muros perimetrales, plintos sin sus esculturas, juegos de agua y casi nada de su exuberante vegetación. El lugar había sido devastado sistemáticamente, lo mismo que la profusión de elementos que habían hecho de su decoración una leyenda.

Placa en el puente bulnes que recuerda al sacerdote español Joan Alsina, el cura obrero, detenido en septiembre de 1973 y llevado al Instituto Nacional Barros Arana.

Inaugurado como parque en 1997, el rediseño de la Villa Grimaldi soslayaría su pasado trágico. Casi la totalidad de las ruinas debieron adaptarse a un diseño cruciforme que reformularía de una manera definitiva todo el predio. Que la principal arquitecta paisajista proviniese del MTSA podría explicar el simbolismo de la cruz como narrativa subyacente. Además, el papel conferido al agua en el parque cobra una importancia especial cuando las ceremonias que se realizan en su centro azocalado lo utilizan como recurso purificador. En el Parque por la Paz Villa Grimaldi el alcance de las reminiscencias religiosas se ha vuelto un asunto controversial.

A nivel espacial, la existencia de narrativas divergentes comienza a materializarse tan pronto se instalan algunos elementos expresivos del cautiverio. Aunque su localización es excéntrica respecto del partido general, la existencia de celdas y compartimientos donde fueron flagelados los detenidos cobra amplia importancia con ocasión de las visitas guiadas. Más recientemente, el redescubrimiento de algunos cimientos de la construcción original parece revivir el debate entre los que buscan que el parque sea un espacio simbólico-expresivo y los que lo prefieren al modo de un museo de sitio.

Con el Parque por la Paz Villa Grimaldi los proyectos de memorialización física inauguraron una nueva presencia en la ciudad. Mientras hasta ese momento eran minúsculos en número y tamaño, su expresiva materialidad ya no quedaría más confinada a recintos de acceso restringido como los cementerios, sino que podían, por ejemplo, dislocarse hasta revestir un puente en franco estado de deterioro, caso del memorial del puente Bulnes; o ambicionar, utilizando la transparencia del vidrio, una implantación en contigüidad a recintos militares en activo; primera localización prevista para el memorial de las Mujeres Víctimas de la Represión Política.

«Con el Parque por la Paz Villa Grimaldi los proyectos de memorialización física inauguraron una nueva presencia en la ciudad. Mientras hasta ese momento eran minúsculos en número y tamaño, su expresiva materialidad ya no quedaría más confinada a recintos de acceso restringido».

Pese a que la enorme mayoría de los memoriales corresponden en Chile a elementos erigidos para conmemorar las violaciones a los DD.HH., más recientemente se los ha levantado para homenajear a fallecidos por causa de catástrofes y accidentes. ¿Existe continuidad entre un proceso de memorialización y otro? El éxito de la figura memorial explicaría la erección de signos conmemorativos en Antuco, Constitución y Vitacura. Los dos primeros no están asociados a la violación de DD.HH., sino que fueron erigidos para honrar a personas que padecieron el rigor de la catástrofe. Que se los haya llamado memoriales se explica por la creciente aceptación que el término memorial evoca en amplios segmentos de la sociedad chilena.

Devenido en un elemento prestigian- te, el signo construido que llamamos memorial pareciera expandirse por todas las ciudades. Con todo y en medio de su éxito, nos preguntamos si se olvidará una clave que diferencia el uso de la expresión en Chile respecto de su empleo en Estados Unidos: si bien el memorial es un reconocimiento a un colectivo afectado por una violencia, su existencia obliga a una reflexión crítica respecto de los alcances de la propia rememoración.

 

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