Durante el pasado mes de octubre convergieron dentro de nuestra Iglesia dos hitos que han despertado singular interés en todo el mundo: primero, la conmemoración de los cincuenta años desde la apertura del Concilio Vaticano II y, luego, la inauguración del Año de la fe. ¿Qué relación guardan estos dos hechos? Sin lugar a dudas, celebrar uno junto al otro no ha sido producto de una coincidencia de fechas, sino la confirmación de que el itinerario de aggiornamento de la Iglesia−iniciado por Juan XXIII mediante la convocatoria de un nuevo concilio− no es solo un evento para recordar, sino una labor que debemos mantener en constante actualización. El mundo avanza rápidamente y tenemos que ser capaces de acompañar los procesos sociales y culturales que se van gestando a través de los tiempos. Por tanto, al vincular estos dos hitos, la Iglesia pretende ir más allá de la conmemoración. Busca entrar en el espíritu profundo del Concilio Vaticano II: suscitar un encuentro vivo con la persona de Cristo. Esta es la base y el fundamento del llamado a celebrar el Año de la fe. Es un tiempo para promover creativamente un conocimiento íntimo del rostro de Jesucristo a todo nivel: personal y comunitario; pastoral, espiritual y académico; afectivo y formativo, etc. Cada encuentro es único e irrepetible y de esto se trata la nueva evangelización propuesta en este tercer milenio.
Sin embargo, antes de comenzar a trabajar en esta promoción creativa del Evangelio y de la persona de Cristo, es nece- sario aclarar un aspecto esencial: ¿en qué creemos? o mejor dicho, ¿en quién creemos? Si bien Jesucristo es el centro de la fe cristiana, no se le puede «cosificar» ni entender sólo como el «objeto» de nuestras creencias. Él no es «algo» que aprender, sino «alguien» de quien aprender a vivir. Él inicia y completa nuestra humanidad y, por tanto, también nuestra forma de creer, de dialogar y de amar todo lo que nos rodea. Es así que nuestra fe no está puesta en un hecho histórico o en una cosa, sino en una persona: en el acontecimiento vivo de Cristo resucitado.
Paralelamente, para vivir esta fe, es indispensable una valoración de la libertad como realización de sí mismo y no como simple posibilidad de obrar una cosa u otra. La libertad es la realización de un «yo creyente», un «yo cristiano» consecuente con aquel que ha transformado mi vida; pero esto no puede realizarse sin el auxilio de la gracia ni la presencia de la fe. Es realmente un círculo virtuoso en el cual fe, razón y libertad van de la mano: «Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela» (DV 5). Esta revelación divina nos entrega certezas que hacen posible descubrir el sentido de la existencia, certezas que «no son menos sólidas que la que me llega del cálculo exacto o de la ciencia» (cf. Benedicto XVI, Audiencia General, 24/10/12) y que, por lo tanto, son una guía segura para la constitución de un mundo más libre y más humano.
En todo lo anterior hay un gran compromiso social, pues quien recibe el regalo de la fe en Cristo está llamado a ser sal y luz de la tierra, y nuestra Universidad tampoco escapa a este llamado. Cada uno de quienes formamos parte de esta comunidad tenemos la responsabilidad de transmitir el regalo de la fe recibida y la alegría de conocer a Cristo. Para realizarlo contamos con la ayuda de los textos conciliares, del catecismo de la Iglesia, de los sacramentos, etc., pero, principalmente, tenemos a Cristo mismo que se nos da a través de su Palabra.