Son las 4:30 de la mañana. Un olor fuerte y denso recorre mi nariz y me despierta, lo reconozco. Como una nube gris, el olor cubre el pueblo, las calles de este lugar, la casa donde vivo. Todo está impregnado. Un recuerdo del campo viene a mi memoria, es el típico olor a basura quemada. Pero no estoy en el campo, estoy en el Chad.
Donde la dignidad humana tiene pocos tintes dignos para algunos y donde la vida se vive siempre en un vaivén: al borde del abandono mismo y una libertad plena de no saber nada, de no entender nada y de gustar de la facilidad de vivir. Eso para mí es y ha sido el Chad.
Esta escena es cotidiana aquí, la basura y la llamada a la oración a las 5 am, que se oye en cada mezquita de la ciudad en un árabe afrancesado. Así comienza el día, todos los días. Los adultos parten con sus oraciones y los niños pasan por la escuela coránica antes de ir a su escuela tradicional. Yo, una católica practicante en medio de esta realidad totalmente ajena, me levanto con ganas de descubrir y ver más este país del Sahara, justo al centro de este gran continente. Se dice que Chad es como el corazón de África, por eso y por su gente.
Más de la mitad es desierto, sólo se observa una delgada franja de verdor, la vegetación es inerte y las comunidades nómades se mueven en busca de agua. Siempre hay una delgada posibilidad de vida, donde la dignidad humana tiene pocos tintes dignos para algunos y donde la vida se vive siempre en un vaivén: al borde del abandono mismo y una libertad plena de no saber nada, de no entender nada y de gustar de la facilidad de vivir. Eso para mí es y ha sido el Chad. El abandono profundo a la vida misma en el sentido más radical, ni bien ni mal.
Vine al Chad, para investigar sobre la muerte y sus percepciones en contextos escolares, donde el 80% de los habitantes son musulmanes y el 20%, cristianos/católicos. Sorprendentemente, la convivencia es buena y todos se respetan. Algo que quizás en occidente no se vive por la vida individualista, pero acá la vida se comparte. Aquí, por ejemplo, no existen los ateos. Todo lo contrario, la esperanza y el porvenir están en Dios, siempre. Si no, ¿cómo vas a vivir? Casi no hay miedo a la muerte, es dolorosa, pero cotidiana. Cómo decía Josefina Bahkita, santa del Chad y del Sudán: “Cuando una persona ama tanto a otra, desea ardientemente ir a su lado. ¿Por qué entonces tanto miedo a la muerte? La muerte nos lleva a Dios”.
Chad está dentro de los 10 países más pobres del mundo. Por lo mismo, la muerte y el abandono toman una importancia vital. Suena contradictorio, pero es que la vida solo tiene sentido por la muerte: ¿cómo transitamos esta vida para llegar a esa muerte? A mi parecer, la clave es la dignidad. Somos dignos porque Dios nos ha dado esa categoría que atraviesa todos los planos de la existencia, y es solo en este mundo donde podemos materializarla y velar por que otros vivan dignamente.
La vida solo tiene sentido por la muerte: ¿cómo transitamos esta vida para llegar a esa muerte?
El amor y la justicia solo tienen sentido cuando se hacen de forma desinteresada, pero conscientes en una ardiente caridad. El corazón se expande y ama sin límite, aun atravesado por las dificultades más grandes, las hambrunas más duras y la educación más precaria. El abandono en el amor se vuelve una necesidad porque tiene su base en la esperanza que es Jesús. Los niños del Chad son tan dignos como los de Chile, merecen una buena educación, familia, comida y posibilidades. Ellos son el hoy y son esa esperanza, donde políticos y gobernantes deben cumplir por el bien de su país. Pero, sin amor, esas obras son vacías. Sin amor hasta lo que nosotros hacemos se convierte en un hacer por hacer, aquí o en el Chad.