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Adiós al pastor con olor a oveja

Aquel 13 de marzo de 2013, cientos de miles de personas alrededor del mundo estuvimos expectantes ante el humo blanco que salió de la Capilla Sixtina. Francisco escribió en su autobiografía lo que pasaba en el detrás de cámaras: “Cuando mi nombre fue pronunciado por septuagésima séptima vez, hubo una explosión de aplausos, mientras la lectura de los votos continuaba (…). No sé exactamente cuántos votos hubo al final, ya no estaba escuchando, el ruido cubría la voz del escrutador”. Minutos después salió al balcón el, entonces, nuevo Papa y nos hizo una petición: “Recen por mí”.  Doce años más tarde, en el mismo balcón nos dio el último saludo y la bendición del Urbi et Orbi por Pascua, con su voz casi apagándose. Tras unas horas murió y, con él, se dio fin a un pontificado que marcó una nueva etapa:

Se caracterizó desde el día uno por su sencillez, por pedir a los líderes religiosos y civiles que dejaran las ínfulas de “faraonismo” (término que acuñó durante su viaje a Egipto), para convertirse en servidores. 

Su exhortación apostólica Evangelii Gaudium, publicada meses después de su elección, marcó lo que sería la ruta de su papado. Nos invitaba a ser una iglesia acogedora y a dejar que permee en los católicos esa dimensión misionera para no dejar excluido a nadie de contagiarse de la alegría del Evangelio. Nos exhortó a dejar de ver a la Iglesia como una aduana —donde solo entran los buenos—, para que ser un “hospital de campaña”, donde hombres y mujeres, heridos por diferentes causas, puedan encontrar allí el rostro misericordioso de Jesús. Un Papa que miró con respeto y admiración a sus antecesores. Por algo su primera encíclica, Lumen Fidei, fue la continuación del manuscrito que había dejado Benedicto XVI antes de su renuncia. Por algo iba al convento Mater Ecclesiae a visitarlo y consultarle. Por algo declaró santos a Juan Pablo II y a Pablo VI, Juan XXIII y beatificó a Juan Pablo I.  

Se preocupó por el planeta y publicó así la Laudato si’, primera encíclica sobre la cuestión ecológica, en la que nos invitó a hacernos responsables del cuidado de la casa común. Y nos regaló una segunda parte con la Laudate Deum, advirtiéndonos que en los últimos años la crisis climática había empeorado. Su espíritu apostólico no se detuvo ni en  pandemia cuando, en la vacía plaza de San Pedro, salió para dar la bendición Urbi et Orbi a toda la humanidad: “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas”. Ese año, en su tercera encíclica Fratelli tutti, nos invitó a cultivar lazos de hermandad que hagan frente a un mundo cada vez más polarizado e ideologizado. Se lamentaba al ver que expresiones como democracia, libertad, justicia y unidad “han sido manoseadas y desfiguradas para utilizarlas como instrumento de dominación, como títulos vacíos de contenido que pueden servir para justificar cualquier acción”. Y cerró su serie de encíclicas con la Dilexit nos, dedicada a la devoción al Corazón de Jesús. Por supuesto que el primer papa jesuita dejó ver su sello ignaciano. Nos dejó, como herencia, hermosas y sencillas series de catequesis sobre temas como la oración, el discernimiento, el Espíritu Santo, el apostolado, las bienaventuranzas, los Hechos de los Apóstoles entre otras.  

Invitó, en el Sínodo de la sinodalidad, a dialogar a creyentes de diferentes carismas. Dio voz, voto y mayor liderazgo a laicos y mujeres tras una reforma de la curia romana en la que sentó las bases para ir cambiando esa cultura clericalista tan poco sana. Abrió el Año Jubilar del 2025 con un tema central del que adolece el mundo contemporáneo: la esperanza.  

Es verdad que algunos sectores de la Iglesia (y la política) sintieron cierta inconformidad e incluso decepción con Francisco. Quizás le faltó escuchar a ciertos fieles y hacerlos sentir parte también de una Iglesia que, como él mismo dijo en Portugal, es para “todos, todos, todos”. Varias veces tuvo la humildad y el coraje de pedir perdón públicamente. Eso lo hizo más humano, tan de barro como cualquiera de nosotros. Por eso pedía siempre, libre de arrogancias y endiosamientos vacíos: “No se olviden de rezar por mí”.  

Se mostró radical en la lucha contra los abusos en la Iglesia y no solo de índole sexual sino también espiritual, de conciencia y de autoridad. Se acercó con compasión a las víctimas y fue severo con algunos victimarios. Dejó claro que no puede haber cabida en ningún sitio para esos lobos disfrazados de ovejas. Como Cristo mismo lo dijo: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar» (Mt 18, 6). 

Adiós, pastor con olor a oveja. Gracias por el legado que nos has dado de humildad, cercanía, de una Iglesia de puertas abiertas. Como tú mismo lo dijiste: “ejercitémonos en el deseo del paraíso. Nos hace bien hoy preguntarnos si nuestros deseos tienen que ver con el Cielo (…). Miremos hacia arriba, porque estamos en camino hacia lo Alto”.

Ilustración de Daniel Irarrázaval, Director de Formación y Cultura Cristiana, Pastoral UC

1 comentario en “Adiós al pastor con olor a oveja”

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