A las 17:58 horas del martes 19 de abril de 2005, el recién electo Papa Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, saludaba por primera vez a las multitudes reunidas en la plaza San Pedro presentándose como un «simple y humilde servidor de la viña del Señor».
Tras la presentación de su dimisión al pontificado, el pasado 11 de febrero, la figura de Benedicto se ha ido perfilando en la opinión pública y en la comunidad creyente con rasgos que definirán su impronta. Subrayo su humildad en el sentido evangélico, es decir, el saber que su ministerio lo vive unido al único sumo sacerdote y pontífice, Jesús. En su nombre animó la vida y la fe de su Iglesia. En la relación con las otras religiones, en el modo de situarse ante la realidad, en la liturgia, incluso en el modo de enfrentar los abusos que han dañado a la Iglesia, el Papa no dejó de poner en el centro a la persona de Jesús, «a tiempo y a destiempo». Humildad con que reconoció sus propios límites, lo que también expresó en tantos gestos, como en sus libros de Jesús firmados por Joseph Ratzinger, en que señala que corresponden a una visión personal, sometiéndolos al debate de la comunidad creyente; o en la capacidad de reconocer los malentendidos que sus palabras podían haber suscitado, como la molestia que produjo en miembros musulmanes parte de su discurso de Ratisbona. Y, ahora último, al presentar su dimisión, cuando admitió que el servicio del pontificado lo sobrepasó, considerando el deterioro de sus fuerzas y la envergadura de la tarea. De igual forma, cuando reconoció sensatamente que en el ejercicio de su tarea no basta ni la santidad, ni la inteligencia, ni la capacidad de diálogo —características que definieron bien el estilo de Benedicto XVI—, sino también un sentido de gobierno y de administración que ante los desafíos actuales que enfrenta la Iglesia en su seno y de cara a la tarea evangelizadora requieren de una persona que cuente con mayores fuerzas.
Como expresa el salmo 90: «¡Enséñanos a contar nuestros días para que entre la sabiduría en nuestro corazón», esta humildad evangélica es lo que ha primado en la reacción de políticos, eclesiásticos, gente del mundo de la cultura y ciudadanos, ante la noticia. Un gran respeto frente a una decisión valiente. El día de su última audiencia, el miércoles 27 de febrero de 2013, en una radiante mañana de sol, había una emoción sobria en la asamblea reunida para acompañar a Benedicto, quien dio gracias por la Iglesia viva, diversa, creyente, orante y buscadora, que es la que discreta y fielmente ama y sirve al Señor en su Iglesia junto a sus pastores. El Papa hizo una confesión de fe en esta Institución que tanto amamos y que, a la vez, tanto nos duele. «Amar a la Iglesia significa también tener la valentía de tomar decisiones difíciles, dolorosas, teniendo siempre presente el bien de la Iglesia y no de sí mismo». Palabras que pronunciadas por un Papa que ha tenido el coraje lúcido de renunciar al pontificado por el bien de la comunidad católica, resonaban con una autoridad incontestable.
El 28 de febrero a las 17:58 horas, desde el balcón del palacio papal de Castel Gandolfo, Benedicto XVI se despedía diciendo que llegaba a este lugar como «peregrino para iniciar la última etapa de su peregrinaje en esta tierra», en que seguirá animando el caminar de la Iglesia con el servicio discreto y tan importante de la oración y de la reflexión.