El papa Francisco invitó a toda la Iglesia —entre 2021 y 2023— a interrogarse sobre un tema decisivo para su vida y misión: la sinodalidad, que es el caminar juntos y anunciar el Evangelio. Esta iniciativa responde a la puesta al día de la Iglesia, propuesto por el Concilio Vaticano II, que insta a reflexionar juntos sobre el camino recorrido y aprender de la experiencia vivida sobre cuáles son los procesos que pueden ayudarla a vivir en comunión y, participativamente, cumplir con el mandato de Jesús.
¿Qué personas o grupos dejamos al margen como Iglesia, expresamente o de hecho?
Las mujeres divorciadas son marginadas, porque queremos una Iglesia perfecta y, además de no poder comulgar, las privamos de la misa, como si su situación fuese una traba, cuando tal vez se separaron porque sufrían violencia por parte del marido. La Iglesia debería ser su refugio, debemos acogerlas con amor y caridad. A eso nos envía Cristo.
Pamela Chávez (PCH): A muchos. Tenemos enormes deudas de escucha, principalmente, con los más pobres entre los pobres que, para mí, son las personas con adicciones, con consumo de riesgo, toxicodependientes. Cada día los veo deambular por mi comuna; son menores, jóvenes o adultos, que parecen “vidas desperdiciadas”, no en el sentido utilitario, sino en el sentido de perder para sí mismos su don de desarrollarse como persona. También quedan al margen los niños y los jóvenes que no se sienten en su lugar dentro de las comunidades cristianas.
Aileen Alday (AA): Trabajo mucho con jóvenes en mi parroquia, y cuesta entender por qué fenómenos como Marcianeke son más atractivos que seguir a Cristo —que es mucho más enriquecedor para la vida—. No está mal que les guste un artista, pero ¿él les parece más real y cercano que la Iglesia? Tiene que ver con qué ofrecemos para que la sociedad se identifique con el cristianismo: ¿ser conservadores? ¿Para ser católico hay que andar levitando y rezando todo el día? Falta dar a conocer que ser católico no tiene condiciones, y desde ahí todos nos podemos identificar mejor. Las mujeres divorciadas son marginadas, porque queremos una Iglesia perfecta y, además de no poder comulgar, las privamos de la misa, como si su situación fuese una traba, cuando tal vez se separaron porque sufrían violencia por parte del marido. La Iglesia debería ser su refugio, debemos acogerlas con amor y caridad. A eso nos envía Cristo.
PCH: Quizás se relaciona ese “no avanzar” con la ausencia de los jóvenes en las comunidades. A propósito de las diversidades sexuales, un estudiante me decía: “Profe, para nuestra generación eso ya no es tema”. Mientras no estén estas nuevas generaciones, nuevas miradas dentro de la Iglesia, encontrando ahí su lugar significativo, no se producirá el diálogo necesario al que invita el papa Francisco: comunicarse los viejos y los jóvenes, porque hay algo que decirse, un aprendizaje mutuo.
¿Cómo aprende la Iglesia de la sociedad, del mundo de la política, de la economía, de la cultura, de la sociedad civil, de los pobres?
Dialogar es involucrarse con otro y contrastar, es exponer los aciertos y desaciertos, reconocer las incertidumbres y los miedos, disponerse a aprender del otro.
PCH: A modo de ejemplo, y a propósito del borrador de la Constitución, en algunas parroquias se hacen charlas para conversar los temas ciudadanos. Tenemos que entendernos como pueblo de Dios que va caminando junto en un país, en un mundo global, desde la fragilidad, entendiendo que tenemos preguntas y problemas que no hemos podido resolver. Dialogar es involucrarse con otro y contrastar, es exponer los aciertos y desaciertos, reconocer las incertidumbres y los miedos, disponerse a aprender del otro.
Claudio Castro (CC): Veo una institución grande, pesada y compleja, haciendo un esfuerzo por actualizarse a la luz de los nuevos tiempos, y este ejercicio se replica a través de sus canales de comunicación, como las pastorales acotadas de las que hablábamos. Tengo la sensación de que este diálogo existe entre católicos, lo que cuesta es cómo nos abrimos a otros mundos fuera de la Iglesia, a otras corrientes religiosas o filosóficas en las parroquias, o a espacios como la marcha del orgullo, por ejemplo, donde seguramente había gente de la pastoral de la diversidad sexual.
¿Quién pone las barreras para que ese diálogo se externalice?
CC: Desde afuera, en el debate público y en la impresión cotidiana, se asume la posición más conservadora y homogénea de la Iglesia, que es injusta, pero es. La Iglesia no genera todos los espacios que podría, y mi impresión es que, aunque los espacios existieran, alguien se podría restar, porque no se siente convocado o porque no le interesa. Revertirlo es un desafío grande.
AA: De ambas partes hay cierta resistencia. En el ámbito académico, podemos discutir las diferencias, pero nos cuesta la dimensión política de la fe por temor a escuchar lo que no queremos, porque falta tolerancia. Además, hay un desconocimiento de ambas partes: cuando le digo a alguien no católico que estudio Teología en la Católica, esa persona se crea un prejuicio y, probablemente, se reste de hablarme de ciertos temas por esta faceta de mi vida.
¿Cómo promover en la Iglesia y sus organismos un estilo de comunicación libre?
Una buena forma de facilitar la conversación es asumir que la institución perdió hegemonía —dentro de una sociedad culturalmente distinta, el catolicismo es una minoría en el debate público—, lo que requiere humildad y realismo, y eso puede bajar barreras
PCH: Hay que incorporar dos actitudes propiamente cristianas: reconocerse en éxodo,como pueblo que está siempre en salida hacia Dios y hacia los otros, nunca detenido o amurallado, sino en busca de la tierra prometida, y la kénosis, este abajamiento, sentirse frágil, saber que no siempre tenemos la razón ni tenemos todo claro ni tenemos los mejores argumentos, y que estamos para la donación y el servicio. Esto es importante para la comunicación: reconocer lo que somos, que queremos compartirlo y proponerlo a otros; con una confianza y esperanza que nos trae alegría y que creemos puede iluminar al ser humano y a la sociedad, pero siempre con humildad.
CC: Se percibe a la Iglesia como una fuerza poderosa que ha tenido una influencia importante en la construcción del poder en general. Una buena forma de facilitar la conversación es asumir que la institución perdió hegemonía —dentro de una sociedad culturalmente distinta, el catolicismo es una minoría en el debate público—, lo que requiere humildad y realismo, y eso puede bajar barreras ¿Por dónde habla Marcianeke? Me imagino que por TikTok o en un podcast, canales de comunicación con esta nueva sociedad que vale la pena explorar. Hay que trasladarse a los espacios que no son los más conocidos para nosotros y que son los que más se ocupan en la sociedad.
AA: Mostrarnos más reales y menos como autoridad nos haría bien como Iglesia, tanto a los católicos de a pie como a nuestra jerarquía. La forma en la que la institución comunica lo que ocurre transmite superioridad e intransigencia, las que hacen sentir al receptor que la Iglesia no va a entrar en un diálogo, y tal vez somos minoría y no nos hemos dado cuenta.
PCH: Los cristianos tenemos que ser testigos de Cristo. Si tratamos de hacer bien eso, habrá al menos una oportunidad de comunicación. Cuando cerramos puertas o nos encerramos en nuestras opiniones, no testimoniamos misericordia.
¿En qué modo y con qué instrumentos promovemos la transparencia y la responsabilidad en la Iglesia?
PCH: Aristóteles decía en la Ética a Nicómaco: “A deliberar se aprende deliberando”. Lo mismo podemos decir de la comunicación y el respeto. Hay que generar espacios de encuentro y diálogo para participar y compartir nuestras perspectivas, lo que pensamos y sentimos, con “sinodalidad”, hacernos comunidad cristiana, y también generar espacios de formación en temas como el discernimiento cristiano, comunitario y personal. La transparencia y la rendición de cuentas son centrales para la construcción de confianza. Quizás, comenzaría por estrategias desde las bases.
CC: El desafío es cómo vamos a quienes están más lejos. La única forma de lograr eso es con el estándar más exigente posible en transparencia y responsabilidad. Si se convocara al pueblo católico a participar de una votación, ello generaría una cuestión revolucionaria, en contraposición a las decisiones de la jerarquía de la Iglesia, en la que depositamos nuestra confianza y que es bien particular: compuesta solo de hombres y elegidos de cierta forma. Eso mismo es lo que también genera distancia. Hasta la política está siendo desafiada respecto de estos mecanismos; ya ni siquiera los partidos nos representan.
AA: La “sinodalidad” comienza en las capillas y parroquias, pero el documento final lo redactan los obispos. Ello generó una pregunta en las comunidades: ¿Por qué nos juntamos y hacemos estos infor- mes si es poco probable que, en el gran sínodo, nuestras respuestas sean leídas, escuchadas y debatidas por los obispos? Es como si hubiese dos Iglesias distintas: la que comunica la jerarquía y aquella en la que estamos y donde las papas queman. Falta autocrítica y escuchar al pueblo de Dios, actitudes importantes para ser testigos de Cristo. La Iglesia somos todos los bautizados y ¿cuántos bautizados ya no están en la Iglesia porque no se sienten identificados ni acogidos?
PCH: Pienso que la “sinodalidad” también es un aporte ético-político que puede hacer la Iglesia a las sociedades; escuchar al pueblo de Dios, dialogar fraternalmente, me parece complementario a las resoluciones por votación, en las cuales —en ausencia de diálogo fraterno— muchas veces uno puede sentirse no escuchado.
¿Cuál podría ser el rol de la universidad en este aggiornamento de la Iglesia?
CC: Las universidades católicas, y particularmente la UC, tienen un rol muy relevante y desafiante, vinculado con la discusión académica, con ir a la vanguardia de la reflexión, con la diversidad que deben promover. Incluso en esta discusión del rol público debe ser central.
PCH: Celebro la presencia de profesionales de la UC y del mismo rector en el debate público sobre distintos temas, pero siempre hay que volver al éxodo y la kénosis. Recuerdo que, cuando trabajaba en una universidad laica, había pequeños grupos de jóvenes que conformaban la pastoral; con qué alegría, sin recursos ni apoyo institucional, se reunían a celebrar la Eucaristía en una sala de clases cualquiera. Ahí también hay voces por integrar, movernos para ser Iglesia con ellos, apoyarlos, porque no podemos pensar que la UC es el centro, tiene mucho que aportar y aprender, pero en camino junto a otros.
AA: La universidad es una forma más de ser Iglesia. Hay una gran oportunidad en las universidades por la diversidad de sus estudiantes, que no son los mismos que había hace 10 o 15 años, gracias a los beneficios que existen hoy para estudiar. Tenemos diversidad sexual, étnica, de naciones; mi facultad es muy diversa: tengo compañeros de todo el mundo, incluso no creyentes, lo que hace que el diálogo sea una oportunidad para conocernos y crecer. Podría ser un buen nicho para escuchar a los que creen diferente o no creen, y educarnos así mutuamente. Es un gran rol que podemos tener desde la vida universitaria.