Los Estados nación, surgidos durante las revoluciones políticas de los siglos XVIII y XIX, se organizaron alrededor de una serie de ideales y principios que se convertirían en las grandes promesas de la democracia moderna: por ejemplo, el principio de soberanía popular y los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, recogidos del cristianismo en su génesis.
Una de las instituciones que se crean para hacer realidad estos principios e ideales en la vida cívica es la escuela. En efecto, la escolarización de la población tenía dentro de sus fines preparar a la ciudadanía para la democracia, lo que se suponía que nos iba a llevar a una sociedad más equitativa y solidaria en la que todas las personas pudieran vivir en libertad. En ese sentido, el proyecto escolar moderno incluía un plan de educación cívica y de realización de los ideales democráticos.
Sin embargo, después de más de dos siglos, estos ideales siguen sin poder llevarse a la práctica de manera satisfactoria. La desigualdad —producida por situaciones de injusticia distributiva y de reconocimiento, ampliamente documentadas en la teoría social contemporánea1— y la dominación aparecen una y otra vez en las sociedades actuales, recordándonos que el proyecto político de la modernidad quedó inconcluso. Este fracaso de la democracia moderna, que en las últimas décadas viene acompañado por un sentimiento de malestar generalizado en distintos países, puede atribuirse, en parte, a la derrota de su proyecto escolar. Justamente, la teoría educacional nos viene mostrando, hace rato, una escuela que, en vez de favorecer la igualdad de derechos y oportunidades, ha reproducido la inequidad2. y que, en vez de promover el florecimiento de la libertad, ha generado espacios de control, obediencia, sometimiento y asimilación cultural3.
Para revertir estos males de la escolaridad moderna y llevar por fin a la práctica los ideales democráticos, la educación inclusiva nos llama a transformar la escuela de manera radical, generando espacios que valoren las diferencias y aseguren el aprendizaje y la participación equitativa de todo el estudiantado4. En una escuela verdaderamente inclusiva hay un compromiso político activo y una formación para ese compromiso. Como nos dice Marta Nussbaum, “para ser libres e iguales necesitamos ser ciudadanos de alguna política y, por tanto, necesitamos también ser educados en aquellas destrezas, conocimientos y valores (…) que aseguran la plena participación y la igual consideración en nuestra política”. De ahí también que la educación inclusiva rechace la selección de estudiantes —porque el acceso a la educación debe ser universal— y ponga tanto énfasis en desarrollar pedagogías que promuevan la participación activa, colaborativa, solidaria y efectiva de toda la comunidad educativa. Una escuela que no se democratiza, difícilmente puede preparar para la democracia.
Eliminar la selección es uno de los llamados más importantes de la educación inclusiva. Por su parte, el catolicismo reconoce y valora la diferencia. De hecho, la antropología cristiana, que ve a cada persona como un ser único e irrepetible, es a mi juicio la defensa más profunda y más linda que se puede hacer del valor de la diferencia. En ese aspecto, la educación inclusiva y el cristianismo se alinean a la perfección.
Notas
- Un tratamiento más filosófico de este tema y de su conexión con la modernidad pueden encontrarse en la obra de Charles Taylor y Nancy Fraser, entre otros.
- Rosas, R. y Santa Cruz, C., Dime en qué colegio estudiaste y te diré qué CI tienes: Radiografía al desigual acceso al capital cognitivo en Chile. Ediciones UC, 2013.
- Dubet, F., El declive de la institución: profesiones, sujetos e individuos en la modernidad. Editorial Gedisa, 2006.
- Gaete, A. y Luna, L., “Educación inclusiva y democracia”, Revista Fuentes 21(2), 2019, pp. 161-175.