Cuando terminó de hablar, la sala entera prorrumpió en aplausos. Fue espontáneo. No estábamos escuchando una conferencia magistral, sino la última clase del curso de Literatura Antigua y Medieval para los novatos de Letras Hispánicas. En 20 minutos, el profesor Pablo Chiuminatto había elaborado un periplo que hiló con perfecta coherencia la figura bíblica de José de Arimatea, la leyenda del santo Grial y el ciclo artúrico, la película de ciencia ficción de 2016 The Arrival y la importancia de los libros para la preservación de la especie humana. Todo, acompañado por un bidón de café del Starbucks y galletas de manzana que él había llevado para celebrar lo que insistió en llamar un convivio, evocando el banquete descrito por Dante a principios del siglo XIV.
Recuerdo esta escena con especial cariño, porque refleja el legado que Chiuminatto —los estudiantes nos referíamos a él por su exótico apellido, digno de aquel profesor que se paseaba por el campus en traje de lino, sombrero panameño y cargando con fichas de lectura escritas a mano— dejó para la comunidad académica: una pasión por la cultura en sentido amplio y sin censuras ideológicas. Sobre la puerta del conocimiento de Pablo, tan extenso y más vital que una enciclopedia, bien podría haberse colgado el proverbio latino: Humani nihil a me alienum puto, “nada de lo humano me es ajeno”. Dante, Homero y Alonso de Ercilla tenían algo que decir de lo que comíamos, de nuestros jardines, de los procesos constituyentes, y podían complementarse a gusto con el patrimonio chileno precolombino, el cine comercial hollywoodense, la inteligencia artificial e incluso con la cultura más guachaca. De todo sabía Pablo, pero sin chamullo y con mucho respeto: detrás había un estudio riguroso construido por décadas de lectura, talleres de arte, diálogo con escritores y filósofos y, sobre todo, una rectitud académica extraordinaria. Alguna vez le escuché decir que, cuando se trata de literatura, uno no puede llamarse experto en nada; siempre queda algo por descubrir. ¡Cuánto enriquece a una universidad católica un profesor con semejante pasión por la Verdad!
¡Cuánto enriquece a una universidad católica un profesor con semejante pasión por la Verdad!
Un último y decidor detalle: yo no estaba en el convivio de fin de semestre como alumna, sino como co-docente del curso. Era apenas una estudiante de magíster recién salida de la licenciatura, pero Pablo me dio una oportunidad tratándome en todo como su par frente a la clase, y como discípula en el arte de enseñar en su oficina. Su apuesta por quienes nos interesábamos en la academia es un recordatorio de la diferencia entre un profesor común y un verdadero maestro, comprometido en sacar lo mejor de quienes se le confían con tiempo personalizado —que no le sobraba—, sana exigencia y alegrándose con ellos. Fuimos muchos los encontramos en Pablo Chiuminatto un maestro como pocos.
