Así se refería Inés Echeverría a Tierra Santa, hacia donde peregrinó en dos oportunidades. Vivió esta experiencia como la lectura de un quinto Evangelio y también escribió sobre ello en su primer libro, Hacia el oriente (1905). Este, junto a otros de Amalia Errázuriz y Violeta quevedo, escritoras precursoras de la literatura autobiográfica en Chile, conforman un pequeño pero interesante corpus en torno a la experiencia del viaje religioso en Chile. 1
En el libro Vida de Jesús (1863), el escritor católico francés Ernst Renan denominó «quinto Evangelio» a los parajes en que transcurrió la existencia del Mesías: «Un quinto Evangelio, lacerado, pero todavía legible, apareció a mis ojos»2, escribía, procurando traducir la importancia y la belleza de estar en esos lugares a través de una metáfora de lectura. En esa misma línea se pueden leer hoy los textos de Amalia Errázuriz de Subercaseaux (1860 – 1930) e Inés Echeverría Bello (alias Iris, 1869 – 1949), dos precursoras de los relatos de viajes en Chile, quienes peregrinaron por esas tierras en los albores del siglo XX. Veían en cada paisaje que recorrían, en cada piedra, calle o iglesia, las escenas del Antiguo y Nuevo Testamento que les habían sido transmitidas, principalmente por otras mujeres, desde sus primeros años de vida. Y descubrían un nuevo evangelio, en que las páginas de la infancia se hacían carne. Retornaban, así, a lo que Inés Echeverría llamaba «la patria del alma», que no era otra que la de su religiosidad y también, su primera inocencia.
«Todos nosotros, desde esa edad lejana en que volteábamos las páginas de nuestra Historia Santa con infantil asombro, vimos surgir entre ellas imágenes que se han esculpido indeleblemente en nuestra alma, haciéndonos acariciar el ensueño de visitar aquel país en que transcurrió la niñez de la humanidad en toda su poesía ingenua…» (p. 132), escribe Inés Echeverría, parangonando así también la edad bíblica con la infancia de la humanidad, metáfora romántica en boga por esos años y que ella inserta en Hacia el Oriente, libro publicado anónimamente en 1905 y bajo su nombre en 1917, en que la autora relata, mezclándolas, las dos peregrinaciones que realizó a Jerusalén en 1900 y 1901. Antes que ella, otra mujer de la élite social chilena había publicado sus experiencias de viaje: Mis días de peregrinación en Oriente, diarios de Amalia Errázuriz Urmeneta es- critos durante sus viajes de 1893 y 1894, que fueron publicados sin fecha y que en su caso fueron la antesala de otros textos de índole religiosa escritos por ella, como Roma del Alma (1909-10) —en que relata lo que vio durante su estadía en el Vaticano como esposa de Ramón Subercaseaux, embajador chileno en la Santa Sede— y Nuestra Santa Iglesia Católica (1931). A estas peregrinas se suma una tercera: la sobrina de Amalia Errázuriz, Rita Salas Subercaseaux (1882 – 1965), quien bajo el seudónimo de Violeta Quevedo publicó también sus viajes de peregrinación por Europa —Roma, Lourdes, Asís, Lisieux, Nevers, entre otros centros de irradiación religiosa— reunidos en el volumen El ángel del peregrino (1935).
En este contexto, la investigación «Espiritualidad y mirada viajera de tres peregrinas chilenas: Amalia Errázuriz, Inés Echeverría y Violeta Quevedo» (2012), en la que también participó la doctoranda de Letras UC Alida Mayne-Nicholls, buscó reconocer y difundir la escritura de estas mujeres en un momento en que la literatura de viajes comienza a ser investigada en Chile, muy particularmente la desconocida literatura de viajes femenina. En este sentido, se pueden mencionar algunas realizaciones importantes, como la aparición del blog «Mujeres viajeras»3, la realización de varias tesis abocadas al tema y recientes reediciones de libros de viajes que son importantes en la historia literaria latinoamericana. Al revisar este ingente corpus, proveniente también de Argen- tina, Brasil y Estados Unidos, se percibió que entre los relatos de viaje no había capítulos dedicados a las peregrinaciones.
Una investigación anterior, relativa a la autobiografía en Chile, me había permitido acercarme a los libros de Errázuriz, Echeverría y Quevedo, los que de algún modo han sido olvidados y carecen de reediciones, no obstante su riqueza y diversidad de voces e inquietudes, la que merece ser analizada y divulgada. Más irónica y egocéntrica: Iris; más ferviente y católica: Amalia; más anecdótica: Violeta. Todas ellas, mujeres que desmienten los dichos de José Toribio Medina, quien en La literatura femenina en Chile (1923) escribía que las mujeres chilenas, en su condición de latinas, eran «poco aficionadas a viajar […] bien sea por efecto de su educación, bien porque siempre han preferido los goces tranquilos de su hogar a las emociones de correr aventuras, bien porque 1as que hubieran podido hacerlo han carecido de los medios para ello. Si todo esto fuera cierto, tendríamos que consignar como una de las características de la diversidad de sexos entre hombres y mujeres en Chile, que éstas se apartaban en absoluto de la nota de andariego, que tan justamente se aplica a nuestro pueblo» (p. 181).
«Todos nosotros, desde esa edad lejana en que volteábamos las páginas de nuestra Historia Santa con infantil asombro, vimos surgir entre ellas imágenes que se han esculpido indeleblemente en nuestra alma, haciéndonos acariciar el ensueño de visitar aquel país en que transcurrió la niñez de la humanidad»
Ahora bien, lo cierto es que hacia 1900 tanto las mujeres como los hombres de la élite criolla viajaban. La mayoría de las veces se trataba de viajes frívolos, «el grand tour» al que se han referido diversos historiadores, como Manuel Vicuña y Gabriel Salazar, para referir una experiencia prácticamente iniciática para los jóvenes de esa clase social. Pero existieron también estos otros viajes, los que por su dificultad y lejanía de los destinos respecto de los grandes centros de negocios y turismo europeo, comenzaron a ser posibles recién en el siglo XX, gracias a la particular labor de los sacerdotes asuncionistas, orden creada a mediados del siglo XIX que tuvo una fuerte orientación a la evangelización. En Francia, estos sacerdotes, en particular el padre Vincent de Paul Bailly, habían intuido la importancia de las herramientas de la vida moderna. Bailly fundó los periódicos Le Pélérin y La Croix, además de ser un conocido gestor de las excur- siones religiosas. Tanto Errázuriz como Echeverría lo conocieron en sus travesías y dejaron recuerdo de él en sus textos. Lo mismo hizo Carlos Walker Martínez, parlamentario que también realizó viajes de peregrinación a Jerusalén, gozando de la hospitalidad de los padres franciscanos afincados allí.
Si bien la experiencia del viaje moderno ha sido definida como aquella que «altera radicalmente un estado de quietud, de certezas brindadas por un horizonte vital, para transformar al sujeto en el forastero, el extranjero, el inmigrante» y se afirma que «el descentramiento es […] la operación que se halla a la base de esa experiencia»4, en estos viajes encontramos, muy por el contrario, el afianzamiento de una identidad religiosa y social. Estas autoras perseguían un repliegue espiritual allí donde se vivía un acelerado proceso modernizador: una vuelta a las raíces. A propósito particularmente de Iris, cabe citar aquí los planteamientos del historiador Bernardo Subercaseaux, quien ha estudiado lo que llama el «espiritualismo de vanguardia» en el Chile de entonces, entendiéndolo como: «un discurso que percibe negativamente a la oligarquía del dinero, de la ostentación y la opulencia, un discurso que asume una perspectiva de regeneración, de rescate de los valores espirituales de la vieja y austera aristocracia de la sangre»5y que se ve realizado no solo en esta autora, sino también en otros escrito- res de su época.
Curiosamente, este repliegue se hacía posible, como decíamos antes, a través de las posibilidades modernas del turismo: el creciente uso de vapores, ferrocarriles, telégrafos y otros medios tecnológicos. A lo largo de la investigación fue interesante constatar hasta qué punto la necesaria dependencia de ellos chocaba a los peregrinos. Iris dirime claramente la diferencia entre su viaje y el de los «turistas», describiendo la oposición entre unos y otros de este modo: «los que buscan el movimiento para sacudir la monotonía de su vida, que salen de su país tras de cosas nuevas o maravillosas que les hagan huir de sí mismos, ávidos de panoramas fantásticos, de costumbres extrañas que disipen el tedio en que se consume su vida ociosa; y los viajeros que buscan en los países que recorren la expansión de su propia vida interior, que no van a pedir a los horizontes aspectos que les diviertan sino emociones que alimenten su existencia íntima» 6.
En esa búsqueda, el turismo puede ser letal. Escribe Iris: «Esta llamada civilización, enemiga jurada de los poetas, de los artistas y de los peregrinos, no permite que hoy se llegue a Jerusalén por la ruta polvorosa que siguieron los patriarcas.
Es una profanación, es una vulgaridad propia de la vida moderna, de nuestro pobre siglo el llegar a Jerusalén en un tren lleno […] de turistas ociosos, mientras Godofredo de Bouillon entró con sus huestes, inclinando sus cascos como ante una meta divina, al divisar la Sión del rey David, la Jerusalén de Salomón y de los profetas […] ¡nosotros, desgraciados, que llegamos como un paquete de mercadería dentro de un vagón de ferrocarril! Si alguna vez en mi vida he maldecido el tren con todas las veras de mi alma, es ciertamente hoy que, venciendo mi amor propio, he tenido que arrodillarme en la banqueta y que llorar en público»7.
A Iris le molestan los ruidos y el desor- den de quienes a su alrededor se agitan como turistas, ya que la peregrinación es un «proceso de conversión, ansia de intimidad con Dios y súplica confiada en sus necesidades materiales»8, como la define el Pontificio Consejo de la Pastoral para los migrantes e itinerantes. De acuerdo con este documento, la peregrinación constituye la materialización del símbolo cristiano que es la vida como camino y como forma de extranjería (xeniteia), des- de la peregrinación adámica, abrahámica o mosaica hasta el camino que anduviera Cristo, quien muy tempranamente vive la experiencia del éxodo y también la de la peregrinación religiosa, en compañía de María y José hasta el templo de Sión, como relata el Evangelio. Esa intimidad buscada no puede verse sino interrumpida por la algarabía de los viajeros que no comparten ese anhelo. Hay, además, en la definición antes citada, un nuevo e importante aspecto de la vida del peregrino: que él no viaja solo, porque sabe que gozará de la divina Providencia.
Entre las autoras, hay una de ellas que ejemplifica particularmente esta experiencia: Violeta Quevedo, quien titula su libro, muy significativamente, El ángel del peregrino. Lo escribe, según confiesa, como un acto de gratitud hacia esa divina Providencia: «¡Cuántos son los que en estos días de disipación y locos deseos de bullicioso placer no piensan en el más allá […] y dejan la oración, que es el seguro resorte para atraer los favores y bendiciones del Cielo, sobre todo, en esa serie de difíciles circunstancias, en que se suelen encontrar los que recorren tierras lejanas». Cada vez que resuelve una situación difícil o se encuentra, para su alivio, con algún conocido chileno o un alma caritativa europea, Violeta exclama su sorpresa, su gratitud, su fe.
En suma, no es solo el destino del viaje hacia los lugares santos el que hace el viaje del peregrino, sino también una experiencia fundamental, una disposición a ver y oír otro tipo de mensajes, así como la posibilidad de apartarse y observarse a sí mismo: «el alejamiento del tumulto de las cosas y de los acontecimientos», como dice Iris, alejamiento que es siempre, en sí mismo, de difícil realización. En este sentido, la vida toda del cristiano puede ser vista a través de la metáfora del peregrino: la vida terrena no es más que un camino, un paso, un tránsito.
Si se revisan principalmente las páginas escritas por Amalia Errázuriz, nos encontraremos con que la experiencia de recogimiento necesaria para acercarse a Dios era posible a intervalos, y quizás esa posibilidad —de lograr esa intimidad aunque fuese en los intervalos entre los viajes y las actividades grupales y propiamente turísticas— fue la que buscaron en un segundo viaje tanto Errázuriz como Echeverría.
Desde la perspectiva literaria, es interesante resaltar que hubo, además, para estas tres viajeras otra forma de acercarse a Dios. Esta fue, sin duda, la propia escritura de sus peregrinaciones.
Amalia Errázuriz buscaba transmitir en la escritura, ante todo, su visión religiosa, pero también buscaba revivir los momentos sagrados del viaje, haciendo de nuevo un necesario silencio a través de la intimidad del trabajo con la memoria y las palabras, como manifiesta en las páginas finales de Mis días de peregrinación en Oriente: «¡Muy grata me ha sido la tarea de compaginar los recuerdos de mis dos viajes á Oriente; hé podido recorrer uno á uno los días buenos y felices de la peregrinación haciéndolos revivir por decirlo así, gozándome de nuevo, de una manera íntima y tranquila, en todo lo que sentí. Sí; con el espíritu he vuelto á visitar los santuarios de Jerusalén»9.
Con su viaje, Amalia procuró recuperar los paisajes de su niñez: los del Evangelio. A través de su escritura, buscó nuevamente recobrarlos, hacerlos más suyos. A este movimiento del alma sumó también el deseo, como Iris y Violeta, de transmitirle a sus contemporáneos el esplendor de estas búsquedas, tarea evangelizadora que forma parte de la experiencia del peregrino: «En Jerusalén verían que mis descripciones son nada al lado de la realidad […] porque las cosas que en su significa- do sobrepasan lo material y lo humano y que nos llevan la vista del alma á lo sobrenatural y eterno, no dejan nunca decepción, sino que, por el contrario dejan un lleno incomparable y una satisfacción que dura para toda la vida»10.
Cuántos hubiesen querido ir, cuántos hoy anhelan esa satisfacción espiritual de la que gozó Violeta Quevedo: conocer el Vaticano. O la que vivieron Amalia Errázuriz e Inés Echeverría: viajar a Jerusalén. Dedico por ello este artículo, muy especialmente, a mi abuela, Olga Valenzuela Fuenzalida, quien, como muchas mujeres de su tiempo, murió deseando haber besado la Tierra Santa.
Notas
- La investigación se realizó entre los años 2012 y 2013. Entre los artículos derivados de ella se encuentran «Una experiencia centrípeta: construcción de la autoría, modernidad y espiritualismo» en Hacia el Oriente, de Inés Echeverría bello, publicado por taller de Letras n°53, 2013, pp.151-161, que aborda más en profundidad algunos aspectos tocados en el presente texto, y el ensayo en coautoría con Alida Mayne-Nicholls: «Una travesía diferente: peregrinaje religioso y escritura de mujeres en Chile», que se encuentra en proceso de revisión para su publicación en una revista de corriente principal. Vinculado también con este proyecto está el artículo: «Encuadres de la memoria: cartografías y genealogías en los textos de Martina barros e Inés Echeverría», solicitado por la revista Anales de Literatura Chilena, n° 19, 2013, pp. 137 – 157, para un número especial sobre memorialismo en Chile.
- Renan, Ernest. Vida de Jesús. bergua, Madrid, 1999.
- El blog es editado por Carla Ulloa. Puede accederse a su contenido en: http://historiasmujeresviajeras.blogspot.com
- Altuna, Elena. Introducción: relaciones de viajes y viajeros coloniales por las Américas, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, año XXX, n° 60, Lima-Hannover, 2° semestre de 2004, p. 9
- Subercaseaux, Bernardo. Estudio preliminar. Su obra y significación. Alma femenina y mujer moderna. Cuarto Propio, Santiago, 2001, p. 16
- Echeverría, Inés (Iris). Hacia el Oriente. Recuerdos de una peregrinación a la Tierra Santa. Imprenta Cervantes, Santiago de Chile, 1917, VII – VIII.
- Ibíd, pp.134-135.
- Quevedo, Violeta. El ángel del peregrino. Escuela Tipográfica La Gratitud Nacional, Santiago, 1935, p.3.
- Errázuriz, Amalia. Mis días de peregrinación en Oriente. s.l: s.e., s.a, p.447.
- Ibíd.