Homilía pronunciada por el cardenal Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la Educación Católica de la santa sede, en ocasión de los 125 años de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Casa Central. Viernes 7 de junio de 2013
Hoy celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. El corazón es tal vez el símbolo más significativo y expresivo del amor, de la misericordia. «Dios es amor» (1 Jn 4, 8-16) y todo aquello que Él hace, lo hace por amor. Dios, entonces, no pide otra cosa de nosotros sino una respuesta de amor. En las lecturas de hoy, el amor es presentado en su premura por nosotros con la imagen del pastor, imagen que también nos interpela.
- En la primera lectura del libro de Ezequiel (Ez 34, 11-16), escrito en el siglo sexto antes de Cristo, el Señor Dios condena a los pastores de Israel que, en lugar de apacentar a las ovejas —es decir, al pueblo de Israel— se han apacentado a sí mismos; exponiendo a las ovejas como carnada de las bestias selváticas, no las han defendido y no las han buscado (Ez 34, 1-10). Más adelante, dice el Señor que Él mismo será el pastor de su rebaño: «He aquí, yo mismo buscaré mi rebaño y me ocuparé de él […] le conduciré en óptimos pastos […] iré en busca de la oveja perdida, conduciré al ovil a la descarriada, vendaré a la herida y curaré a la enferma, tendré cuidado con la robusta y de la fuerte; las apacentaré con justicia».
Dios ha realizado esto en Jesucristo, quien ha podido decir: «yo soy el buen pastor. El buen pastor da la propia vida por sus ovejas» (Jn 10, 11). En el Evangelio que hemos escuchado (Lc 15, 3-7), este buen pastor aparece como aquel que va en búsqueda de la oveja perdida y «cuando la encuentra, lleno de alegría se la carga sobre sus hombros, va a su casa y llama a sus amigos y vecinos y les dice: “Alégrense conmigo, porque he encontrado mi oveja, esa que se me había perdido”».
- Esta imagen del buen pastor se podría referir en modo general a toda la historia de la salvación, como ha señalado el papa Benedicto XVI en la homilía por el inicio de su ministerio: «La parábola de la oveja perdida, que el pastor busca en el desierto, fue para los Padres de la Iglesia una imagen del misterio de Cristo y de la Iglesia. La humanidad —todos nosotros— es la oveja descarriada en el desierto que ya no puede encontrar la senda. El Hijo de Dios no consiente que ocurra esto; no puede abandonar la humanidad a una situación tan miserable. Se alza en pie, abandona la gloria del cielo para ir en busca de la oveja e ir tras ella, incluso hasta la cruz. La pone sobre sus hombros, carga con nuestra humanidad, nos lleva a nosotros mismos, pues Él es el buen pastor, que ofrece su vida por las ovejas» (24 de abril de 2005).
- Esta imagen del buen pastor debe además ser un ejemplo, un programa de vida sobre todo para aquellos que están dedicados a la cura pastoral en la Iglesia (Papa, obispos, sacerdotes). «La santa inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto —dice el Papa—: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo porque se han extendido los desiertos interiores. Los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción» (ibíd.). Por eso nos debe preocupar sobre todo el extraviarse moralmente, el alejamiento de la vía de Dios para escaparse en el desierto selvático, porque esto provoca tantos males en todos los campos. De hecho, casi todas las crisis actuales en el campo político, económico y social tienen un fundamento ético.
- Sin embargo, Benedicto XVI dice que esta preocupación no se refiere solamente a quien realiza la cura pastoral en la Iglesia.«La Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud» (ibíd.). Todos, entonces, estamos llamados a participar de esta preocupación del Buen Pastor, a este tipo de evangelización.
- Esta imagen del buen pastor tendría que aparecer muy clara en el tiempo de Jesús. De hecho, «era costumbre en el antiguo Oriente que los reyes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo. Era una imagen de su poder, una imagen cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas de las que el pastor podía disponer a su agrado». Lo mismo, desgraciadamente, se podría decir de tantas personas que gobiernan hoy las naciones; también ellos, aunque no se llaman pastores, algunas veces, con no menos cinismo, quisieran ser considerados servidores o benefactores del pueblo. «Por el contrario, el pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho Él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados. Precisamente así se revela Él como el verdadero pastor: “Yo soy el buen pastor […] Yo doy mi vida por las ovejas”, dice Jesús de sí mismo (Jn 10, 14)» (ibíd.).
- Como se ve claramente desde todas consideraciones, la característica principal del buen pastor es el amor. Al respecto el Papa ha afirmado: «No es el poder lo que redime, sino el amor» (ibíd.). El Buen Pastor demuestra este amor sobre todo hacia aquellos que se han perdido, que se han alejado, que han ofendido al Padre Bueno, que lo han traicionado. El hombre traicionado, el hombre ofendido a menudo se venga. También Dios lo hace, pero lo hace según su modo, demostrando aún más el amor, y va en busca de quien lo ha abandonado, traicionado, ofendido, para llevarlo con alegría al ovil, para conducirlo sobre la vía de la salvación. Él no quiere otra cosa para nosotros sino que el bien, el verdadero bien, el bien de dimensión eterna.
De hecho, impresiona la afirmación de San Pablo en la segunda lectura de hoy (Rm 5, 5-11): «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores». Ciertamente, con gran asombro explica San Pablo: «Difícilmente se encuentra alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor». Pero Cristo murió por los enemigos, ¡murió por nosotros cuando éramos pecadores! Sí, «no es el poder lo que redime, sino el amor».
- Entonces, como señala Benedicto XVI: «Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que Él nos da en el Santísimo Sacramento» (ibíd.). Este es un punto muy importante, sea para los pastores, sea para los padres, sea para los docentes, sea en modo particular para los profesores de la Universidad: alimentar a nuestros alumnos con el alimento sano de la verdad, del amor, de Dios, y no envenenarlos con ideologías, demagogias, falsedades, modas temporales.
De la misma manera, quienes tienen el exigente encargo de enseñar a los alumnos en el campo teológico o moral no pueden olvidar que el verdadero y el sólido alimento lo constituye el depósito de la fe: la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura y que «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia cuya autoridad se ejerce en nombre de Jesucristo […] Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin el otro, y que, juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas» (Dei verbum, n. 10).
- Pidamos, finalmente, al Sagrado Corazón de Jesús que nos ayude a perseverar y a responder con fidelidad a la vocación que Él mismo nos ha dado. Que seamos pastores según su corazón (cf. Jer 3, 15). Que nos conceda un corazón abierto a sus palabras silenciosas y potentes; un corazón fuerte para amar a todos, servir a todos, sufrir con todos, para resistir toda tentación, toda prueba, todo aburrimiento, todo cansancio, toda desilusión; un corazón grande, fuerte, constante, y cuando sea necesario hasta el sacrificio; un corazón dispuesto a palpitar con el corazón de Cristo (cf. PABLO VI, HOMILÍA de Pentecostés, 17 de mayo de 1970). Amén.