En el ámbito de la fe cristiana, la música ha sido puesta en entredicho o ensalzada como una de las más puras y efectivas formas de oración. El canto gregoriano, fuente de la música de Occidente, contiene muchas formas de recitación en las que se revela que la música agregada es solo un realce de los textos, pero también posee innumerables muestras de complejísima elaboración melódica donde pareciera que el ars inveniendi y la estética han ido más allá de su funcionalidad original. Entre estos polos se puede trazar una línea histórica plena de vicisitudes que revela que hasta la idea misma de «música religiosa» ha tenido definiciones variables, según las normativas eclesiásticas, su flexibilidad y los estilos composicionales. En ese contexto han surgido los grandes paradigmas de la música sacra: un Palestrina como expresión católica en el siglo XVI (la edad de oro de la polifonía religiosa), o un Johann Sebastian Bach en el ámbito del luteranismo en el siglo XVIII.
La idea de música religiosa puede entenderse de muchas formas, desde lo que es indiscutible por ser consustancial al rito, hasta las ambigüedades de obras que podrían ser tildadas de espirituales. La Asociación Internacional de Música Sagrada, en el ámbito de la fe católica, habla de música de la fe, para la fe y digna de la fe, entendiendo esto como la que emerge en el ámbito de la creencia, la que es funcional como forma particularmente intensa de la oración y la que constituye una verdadera obra de arte que se sitúa con su propio modo estético al servicio de la Palabra; por esto, puede llegar a decirse que aunque una obra musical no haya nacido de la fe o para la fe, bastaría su dignidad y excelencia artística para que pudiera permitirse su ejecución en un espacio sagrado.
Después de la primacía de la monodia gregoriana, creación colectiva y anónima, nace la firma y se acentúa la individualidad de los creadores. A pesar del ego creador que busca perpetuarse, ahí comienza una riquísima historia de obras maestras al servicio de la fe: música puramente instrumental inserta en el rito, textos del Ordinario de la Misa, textos de los Oficios, etc. En cada una de estas propuestas puede verificarse el sincero empeño de los compositores por lograr que su contribución sea oída, aceptada y digna.
El Concilio Vaticano II dice que «la tradición musical de la Iglesia Universal constituye un tesoro de valor inestimable, que sobresale entre las demás expresiones artísticas, principalmente porque el canto es parte necesaria o integral de la liturgia solemne» (SC n. 112). Esta afirmación presupone la dignidad pues no puede pensarse en un canto de dudosa calidad para cumplir un rol tan trascendente; esto establece responsabilidades para la jerarquía, los sacerdotes, las comunidades y los propios músicos, cuyo aporte debería destacarse por encima de otras expresiones del arte. Desgraciadamente, la práctica demuestra que normalmente se transita por el camino equivocado y el precepto se transforma en letra muerta. ¿Dónde se oye la mejor música?: en las salas de concierto y en algunos espacios que acogen buenas expresiones de la música popular y folklórica; ¿dónde se oye la peor música?: en lugares donde prima lo ramplón y comercial y, desgraciadamente, en los templos.
La música en los espacios sagrados no tiene que ser necesariamente una grandiosa obra maestra. El canto más simple y puro de una voz sola, si integra adecuadamente el rito, cumple con la dignidad requerida para enaltecer la oración y acoger las grandes manifestaciones del canto originario del hombre: mirar hacia un orden sobrenatural para suplicar, alabar y dar gracias.