Revista

¡Compártelo!

Cine Documental Chileno: Ecos del Concilio Vaticano II

Escena del documental «Las callampas», de Rafael Sánchez (1957).

El desarrollo del género documental y la consolidación del cine chileno en la década del 60 coincidió con el encuentro ecuménico convocado por el papa Juan XXIII en 1959. Es cuando la Iglesia deja de ver a este nuevo medio de comunicación como una amenaza y adopta la cinematografía como una herramienta de difusión de la doctrina social. 

El cine documental chileno experimentó un proceso de transición, desde sus modalidades institucionales hacia expresiones más independientes y comprometidas con la realidad, durante las décadas del 50 y 60. Conociendo este panorama, Susana Foxley definió y sistematizó críticamente el papel que tuvo la Iglesia en la reformulación del género durante el período. De esta forma, el análisis de los documentos pastora- les oficiales, incluidos los pronunciamientos papales más relevantes en torno a la nueva doctrina social de la Iglesia surgidos a mediados del siglo XX, fueron la base de su investigación «Rafael Sánchez: La iglesia y la representación social en el cine documental de las décadas del 50 y 60».

Esta etapa coincidió con el desarrollo del Concilio Vaticano II, entre 1962 y 1965, cuyos tres grandes objetivos, según escribió el cardenal Raúl Silva Henríquez en sus memorias, fueron: «La participación de la Iglesia en la búsqueda de una humanidad mejor, la adecuación de las estructuras y mensajes a la nueva realidad, y la preparación de caminos para la unidad de los cristianos». A partir de entonces se observa una renovación de la Iglesia Católica y de su postura en torno al cine.

Sociedad post guerra

Escena del documental «Las callampas», de Rafael Sánchez, sobre las poblaciones de la periferia de Santiago al borde del zanjón de la Aguada. La cinta fue filmanda justo al día siguiente de la toma poblacional del 30 de octubre de 1957.

«Una red de producción y distribución de films católicos en todo el mundo necesita, antes que capitales, un convencimiento profundo del significado e influencia avasalladora del cine en la mentalidad actual. Casi con idéntico pensamiento lo vislumbraron dos personajes antagonistas de nuestro siglo: Stalin y Pío XI, quienes aseguraron que el cine era el instrumento más capaz para cambiar la mentalidad del mundo».

La nueva realidad de finales de los años  50 estuvo marcada por cambios sociales a los que la Iglesia debía atender. «Porque en 1910, por ejemplo, se les prohibía a los católicos y a los sacerdotes ir al cine, según dictámenes del Arzobispado. Pero muchos no hacían caso de esas órdenes e iban a ver películas sobre la vida de Cristo, que ya existían en ese tiempo», cuenta Pablo Corro, doctor en Filosofía y académico de la Facultad de Estética de la UC. Ante esta negación y censura del cine, el cardenal Leo Joseph Suenens de Bélgica, uno de los protagonistas del Concilio Vaticano II, dejó claro en una de sus intervenciones que «había un camino específico para el Concilio, que era el de adaptar la Iglesia a su tarea en el mundo moderno», según describe el cardenal Raúl Silva Henríquez, uno de los invitados al encuentro ecuménico, en el ensayo La primavera del Concilio Vaticano II. Y en otra página agrega: «Se proclamó que la voluntad del Concilio era la renovación: en la fe, la esperanza, y el amor a Dios y a los hombres». De esta forma, según las memorias del Cardenal, el Concilio Vaticano II abordó, entre una serie de temáticas, la acción y el papel de los medios de comunicación social desde una perspectiva pastoral. «Pareciera ser, más bien, que se produce una valoración del cine como posible medio de ampliación de la conciencia crítica. Es decir, la Iglesia ve que la cinematografía puede defender su postura sobre la equidad en el trabajo o la participación de la mujer», explica Corro. Por su parte, Susana Foxley, magíster en Dirección de documentales, postula: «En este contexto la Iglesia se convierte en una especie de alternativa al socialismo, ya que atiende el tema de la desigualdad y las injusticias con los más pobres, pero no a través de la lucha de clases, ni con violencia». Para Pablo Corro, la tensión política post Segunda Guerra genera en el cine mundial un vuelco hacia una disposición de crítica social mucho más marcada: «El cine ya no va a estar enfocado en la banalidad o la distracción, y deja de ser visto solamente como una máquina de producir dinero». Antes de la década del 50 existían realizaciones cinematográficas en nuestro país que, según Corro, tenían carácter de no ficción: «Se trataba de vistas de documentales a cargo de operadores entre los años 1900 y 1910. Después hubo registros informativos, y luego aparecen  las películas documentales, corto y largometrajes, con carácter educativo, pero donde los planteamientos de la realidad aún no se focalizan en el reconocimiento de los conflictos de la sociedad». Es a partir de los años 60 cuando se produce un claro giro hacia el realismo: «Lo que supone hacer frente a problemáticas sociales».

Aporte jesuita

 

 

La evaluación del ex  sacerdote sobre los emprendimientos de la Iglesia al respecto fue crítica: «Los esfuerzos católicos en la producción cinematográfica han sido regionales, económicamente pobres, artísticamente débiles. Esto si hablamos de films dramáticos, de largo metraje», señalaba Rafael Sánchez en el mismo artículo. En este escenario, propone una  estrategia de acción de una envergadura mayor, que permita «llegar pronto a una producción católica de pequeños films documentales informativos y cortos de enseñanza religiosa». De esta forma, en los años 60 los debates provocados por la nueva doctrina social de la Iglesia crearon una comprensión distinta sobre la función que deberían tener los medios de  comunicación social, volcándose hacia una valoración positiva y promoción decidida del uso del cine como una herramienta para la difusión de los valores a partir del Concilio Vaticano II, con las acciones de Juan XXIII y Pablo VI. Revista Mensaje, asumiendo esta nueva posición de la Iglesia, publica en diciembre de 1962 un número especial que se titula Revolución en América Latina. En su editorial, se manifiesta una perspectiva radical en la puesta en práctica de los valores cristianos. Sus columnas plantean la conciencia de una revolución en gestación y la exigencia de un cambio total de estructuras que pongan fin a las desigualdades económicas y sociales, tanto en Chile como en la región. Para Susana Foxley, este proceso alentará tanto la continuidad y consistencia del ejercicio crítico en torno al cine en la revista, como la renovación de sus prácticas, lo que se traducirá en una producción cercana a los cien documentales en el Instituto Fílmico de la Universidad Católica, más de una decena de estos dirigidos por Rafael Sánchez.

Imágenes del documental «La cara tiznada de Dios» (1963), dirigido por Sánchez, otra de las producciones que marcan la historia del cine chileno, debido a la crudeza de sus escenas, al mostrar los grandes conflictos sociales que sacuden a las ciudades del país a partir de la década del 40.

Documental universitario

Según Foxley, es en este período cuando se produce una renovación del género documental en Chile: «Se atribuye, en gran medida, al surgimiento del llamado documental universitario, acuñado en investigaciones críticas recientes: una producción de corte no ficcional, en su mayoría cortometrajes filmados en 16 milímetros, producidos entre 1955 y 1979 por profesores y alumnos del Instituto Fílmico UC y por los gestores del Centro Experimental de la Universidad de Chile». Para la investigadora y estudiosa del cine Jacqueline Mouesca, el documental chileno contemporáneo emergerá recién en la década del 50, y lo hará a partir de dos elementos preponderantes: la iniciativa y continuidad productiva de algunos pioneros, y el apoyo institucional de las universidades, destacando a precursores como Nieves Yankovic y Jorge di Lauro, quienes cuentan con un importante acervo fílmico. Por su parte, en la línea de los cineastas avalados institucionalmente prevalecen: Rafael Sánchez, formado cinematográficamente en el extranjero; Patricio Kaulen y su oficio adquirido en la ficción y en la realización de decenas de documentales institucionales; y Pedro Cháskel y Sergio Bravo, quienes, como iniciadores del primer cine-club universitario en 1954, y con el apoyo de la FECH, contribuyeron a la constitución de una plataforma de formación y de debate en las teorías del cine contemporáneo. Estos cineastas imprimirán por primera vez al documental una perspectiva reflexiva y personal, renovando el género. Un proceso que, con el apoyo de las universidades, transformará definitivamente al documental de estas décadas.

«Pareciera ser que se produce una valoración del cine como posible medio de ampliación de la conciencia crítica. Es decir, la Iglesia ve que la cinematografía puede defender su postura sobre la equidad en el trabajo o la participación de la mujer».

En 1955 Rafael Sánchez funda el Instituto Fílmico UC, iniciando en Chile el primer centro de formación de alumnos en las técnicas y lenguajes del cine, otorgando especial énfasis al documental. Dos años más tarde, el arquitecto y cineasta Sergio Bravo obtendrá el apoyo de la Universidad de Chile y creará el Centro de Cine Experimental, cerrado en 1973 y luego reinaugurado para continuar vigente hasta nuestros días. Es así como este giro del cine chileno hacia la representación de la realidad más cruda también estará marcado  por el desarrollo del cine universitario y por cineastas que, según Mouesca, imprimirán progresivamente una perspectiva renovadora al lenguaje documental, explorando tanto los límites de la cinematografía como perspectivas más interpretativas de la sociedad.

El ex sacerdote jesuita Rafael Sánchez trabajando en sus filmografías, y en uno de sus rodajes junto a actores de la época. El documentalista fundó, a mediados de los 50, la primera escuela de cine de Chile, el Instituto Fílmico de la Universidad Católica.

Los documentales en los que es posible apreciar un diálogo directo de Rafael Sánchez con los lineamientos de la Iglesia Católica pre y post conciliar, fueron Las callampas (1957) y La cara tiznada de Dios (1963). Estos trabajos audiovisuales dialogan con uno de los grandes conflictos sociales que sacuden  a las ciudades del país a partir de la década del 40: las poblaciones callampas de Santiago. En este contexto de crisis social, y anticipándose a las reflexiones de los obispos, Rafael Sánchez otorga por primera vez en el documental chileno visibilidad audiovisual a los problemas de los callamperos, al abordar la primera toma poblacional de terreno  al  borde del zanjón de la Aguada. En estas producciones audiovisuales el ex jesuita empatizará con el llamamiento de la Iglesia a impulsar estructuras que hagan posible la igualdad social, describiendo las condiciones de miseria existentes en dos poblaciones suburbanas, destacando el trabajo de la Iglesia y persuadiendo a los espectadores a hacerse conscientes y partícipes de un proceso de cambio.

Cine chileno

En el ámbito cinematográfico, revista Mensaje manifiesta una atención y compromiso particular con los trabajos nacionales, observa activamente sus desarrollos, dedicando columnas al análisis de cada película o documental estrenado, así como a las incipientes iniciativas de promoción cinematográfica estatales o privadas en el ámbito del documental. En sus páginas se manifiesta la expectativa latente del surgimiento de una nueva forma de expresión cinematográfica en el país, más anclada en su realidad y en aspectos propios de su identidad: un «cine chileno». Así, uno de sus críticos y columnistas más destacados, subdirector de la revista y ex jesuita, Gerardo Claps, observa y analiza con detenimiento el surgimiento de películas que podrían dar pie a un nuevo cine. En 1961, por ejemplo, acoge con optimismo medido el estreno de la ficción Deja que los perros ladren (Naum Kramarenco), y de los documentales Recordando (Edmundo Urrutia) y Un país llamado Chile (B. H. Hardy).

El cardenal Raúl Silva Henríquez fue uno de los invitados a participar del Concilio Vaticano II. En la imagen, junto al papa Juan XXIII en Roma.

Al estrenarse Largo viaje (Patricio Kaulen) en 1967, por el contrario, Claps confirmará el surgimiento de un cine chileno, destacando en su tratamiento audiovisual, la mixtura de elementos propios de la crónica, la ficción y el documental: «Realidad y fantasía, la crónica amarga y la tierna ficción se mezclan en una síntesis contenida en sus expresiones, tratada casi documentalmente, lo que impide caer en un insulso melodrama. Largo viaje confirma la posibilidad de un cine chileno», escribía Claps. «En los 60, el acercamiento de críticos como Claps o Sánchez da cuenta además de una evolución progresiva en sus apreciaciones. Se observa en ellos una apertura en los juicios de los contenidos morales de la cinematografía que analizan», indica Foxley. Se produce así un reconocimiento positivo de las posturas éticas y los planteamientos estéticos del cine moderno. La evolución progresiva de los lineamientos de la Iglesia Católica en torno al proceso de renovación experimentado por el cine y la realidad chilena, se expresa, según Foxley, en la continuidad y la consistencia del ejercicio crítico observado en revista Mensaje. Estas perspectivas se manifestarán asimismo en la producción documental de Rafael Sánchez, para quien el potencial del cine como herramienta de educación y persuasión de los valores cristianos dará forma no solo al Instituto Fílmico UC, sino de igual forma a una mirada personal que entrelazará enfáticamente, cine documental y realidad.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Contáctanos

Déjanos tus datos y luego nos pondremos en contacto contigo para resolver tus dudas.

Publica aquí

Te invitamos a ser un generador de contenido de nuestra revista. Si tienes un tema en que dialoguen la fe y la razón-cultura, ¡déjanos tus datos y nos pondremos en contacto!

Suscríbete

Si quieres recibir un mail periódico con los contenidos y novedades de la Revista déjanos tus datos.