Cuando el Papa Francisco escribió la bula Spes non confundit, “la esperanza no defrauda”, probablemente no pensaba en un padre académico cambiando pañales a las tres de la mañana. Sin embargo, es precisamente en esos momentos cotidianos de cuidado donde he experimentado de manera más profunda lo que significa una esperanza que “no se basa en un fútil optimismo, sino en un don de gracia en el realismo de la vida” (24). El 9 de julio de 2024 nació Pedro, mi hijo. Habiéndome tomado el permiso postnatal parental, he vivido una experiencia que me ha transformado completamente y que, paradójicamente, me ha enseñado sobre la esperanza desde la fragilidad más radical.
Hoy sus ojos son elocuentes: me reconoce como su papá, y aunque él no lo pueda articular, ese tiempo juntos nos transformó a ambos. Es la experiencia más compleja y gozosa que he tenido.
Confieso que antes de saber que venía Pedro, tenía un desánimo profundo sobre “traer un niño a este mundo”. No niego mi pesimismo. Sin embargo, al momento de oír latir por primera vez su corazón durante una ecografía, me sobrevino una sensación abrumadora de esperanza. La considero un don sobrenatural, porque no sabía que podía sentir una esperanza tan pura y grande. Desde ese momento, la esperanza no se ha ido. Esperanza en que Pedro tiene algo que aportar al mundo, esperanza en que los padres podemos y debemos ser corresponsables del cuidado, esperanza en que es posible construir una sociedad más justa. Francisco señala en su bula que necesitamos “signos de esperanza” y que debemos “ser signos tangibles de esperanza para tantos hermanos y hermanas” (10). Creo firmemente que la paternidad activa es uno de esos signos. Cuando los varones asumimos plenamente nuestro rol de cuidadores, no solo liberamos a las mujeres de una carga histórica injusta, sino que nos convertimos en testimonio de que otro mundo es posible.
Hasta ahora, y tristemente por mucho tiempo más, la sociedad ha puesto en las mujeres esta responsabilidad y ha excusado completamente a los hombres de participar real y concretamente en las labores de cuidado. Esto no es solo un problema de igualdad, sino de desarrollo humano integral. Conocer y amar la hermosura de la fragilidad de un bebé transforma, te hace una persona nueva y más plena.
Ciertamente, tomarme ese tiempo tuvo consecuencias para mi carrera académica. Pero el estar incondicionalmente para Pedro disipó rápida y para siempre estas preocupaciones. La carrera es importante como manera específica de realizar nuestra vocación cristiana en el mundo, pero definitivamente no se compara con lo que regala la paternidad.
Siento que me convertí en papá de Pedro solo después de pasar ese mes completo dedicado a acompañarlo. Hoy sus ojos son elocuentes: me reconoce como su papá, y aunque él no lo pueda articular, ese tiempo juntos nos transformó a ambos. Es la experiencia más compleja y gozosa que he tenido. No se compara con ninguna otra responsabilidad académica o profesional. La experiencia del cuidado me hizo comprender que cada niño que nace es, como dice el Papa, “motivo de esperanza: porque depende de la esperanza y produce esperanza” (9). En Pedro veo no solo a mi hijo, sino la posibilidad concreta de que Dios quiere hacer algo bueno para el mundo.
Estamos llamados a ser signos tangibles de esperanza. Creo que cuando los papás asumimos plenamente la paternidad, cuando nos tomamos en serio el cuidado, cuando rechazamos ciertos los roles tradicionales que nos mantienen alejados de nuestros hijos, estamos siendo exactamente eso: signos de esperanza para un mundo que necesita urgentemente aprender a cuidar.
La esperanza no defrauda. Pedro me lo enseña cada día con su sonrisa, con su mirada confiada, con su absoluta dependencia que, paradójicamente, me ha hecho más libre. En él descubro que la esperanza no es una idea abstracta, sino una persona concreta que necesita ser cuidada, protegida y amada. Y en ese cuidado, encuentro mi propia plenitud.