Cuando enseñamos un mundo que se basa en valores como el capital, debemos preguntarnos si ese mensaje está igualmente impregnado por la solidaridad, el valor de la verdad, la preocupación genuina por el prójimo, la justicia y el amor.
En Chile, y probablemente en el mundo entero, la economía se ha vuelto uno de los ejes centrales del desarrollo. Escuchamos frecuentemente en la prensa campañas políticas, programas culturales y completos reportajes sobre los avatares del crecimiento económico, las crisis financieras y el valor de divisas extranjeras, entre muchas otras señales que indican si una región está funcionando en forma correcta o no.
Por nuestra parte, en la Universidad Católica se dicta un número importante de cursos de economía, como asignaturas mínimas en distintas carreras de pregrado. En ellos se incorporan materias tan importantes como el desarrollo de los mercados, la historia económica, el comportamiento de los consumidores, los incentivos y los desafíos a escala local, entre otras. El papa Francisco hace pocas semanas nos regaló una frase provocadora sobre la «tiranía del dinero y la dictadura de una economía sin rostro». ¿Qué significa para una universidad como la nuestra el llamado del Papa?
El mensaje ha de provocarnos y a lo menos cuestionar lo que estamos entendiendo y enseñando por economía en nuestras aulas y cuánto de rostro humano somos capaces de impregnar en ella.
La búsqueda de la Iglesia a través de la inculturación de la fe y el respeto por los derechos humanos debe representar con fuerza los valores evangélicos que priman en la enseñanza de Jesucristo y sus discípulos. Entonces, cuando enseñamos un mundo que se basa en valores como el capital, el incentivo tanto monetario como de otra índole, y la creación de riqueza como los paradigmas desde los cuales se moviliza y actúa, debemos preguntarnos si ese mensaje está igualmente impregnado por la solidaridad, el valor de la verdad, la preocupación genuina por el prójimo, la justicia y el amor.
El papa Francisco vuelve a interpelar- nos cuando pone en el centro del discurso la pobreza: «Una Iglesia pobre para los pobres». Por cierto que no se trata de sentar sobre los hombros del Papa las bases de la nueva economía, pero sí de preguntarnos cuánto somos capaces de cuestionar con nuestros estudiantes los éxitos y fracasos que esta forma de aproximarse a la realidad nos ha generado y, más aún, cuánto somos capaces los académicos de remirar, con humildad, nuestras teorías para transformarlas en instrumentos útiles que pongan al centro la persona humana.
El Evangelio nos invita a construir el reino y nos pregunta de qué forma nuestros estudiantes —y nosotros mismos, formados en un paradigma que extrema los argumentos racionales (económicos) de toma de decisiones— nos ayudan en esta tarea misionera.
Esta discusión debe también ser una invitación capaz de permear nuestros espacios de encuentro al interior de la comunidad universitaria, entre académicos, con estudiantes y administrativos, para abrir nuevas fronteras que nos permitan aproximarnos a la Verdad, iluminados por la fe y que transforme nuestros momentos cotidianos en conversaciones que nutran el espíritu de todos los que trabajamos en la UC.