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Cómo el Teatro se Vuelve Fiesta: La Experiencia de la Obra Mujeres Coloniales

El montaje de Mujeres coloniales instaló una relación de persona a persona con el espectador. En la foto, Santa Rosa de Lima y San Santiago en la escena final de la obra.

 

La relación entre fiesta y teatralidad es analizada a partir de la puesta en escena de la obra Mujeres coloniales de la compañía de teatro La Calderona. Cada función se convirtió en una pequeña fiesta religiosa y popular, que salió de la sala teatral para instalarse en las calles de la ciudad, en Chile y España, convirtiendo al público en actores del espectáculo. 

 

 

Al trastocar la relación entre los intérpretes del montaje –actores y músicos– con el espectador, es posible comprender el vínculo entre teatralidad y fiesta en la puesta en escena de Mujeres coloniales. Vínculo que se produce principalmente al sacar la obra del espacio convencional de representación, es decir, llevarla de la sala teatral a un marco urbano. De ese modo, intérpretes y espectadores comparten un mismo espacio, sin jerarquías ni divisiones impuestas. Todo esto enmarcado en una función teatral que se origina a partir de relatos e imágenes de la memoria de mujeres en la colonia, los que sirvieron de base para una escritura dramatúrgica y escénica contemporánea. Mujeres coloniales fue creada por Inés Stranger y montada por la compañía La Calderona de la Facultad de Artes de la Pontificia Universidad Católica de Chile durante el año 2008, siendo representada en tres temporadas. Primero en el Campus Oriente de la UC, entre diciembre de 2008 y enero de 2009; luego en una gira por España, en julio de 2010; y finalmente en el Museo Colonial de San Francisco, en Santiago, en diciembre de 2010 y enero de 2011. Desde el punto de vista de su estructura, la trilogía se compone de tres historias: La Monja Alférez, Sor Úrsula Suárez y Santa Rosa de Lima, basados en textos escritos (Relación autobiográfica de Sor Úrsula Suárez e Historia de la Monja Alférez, escrita por ella misma) y testimonios visuales (dibujos de las ascenciones espirituales de Santa Rosa de Lima) creados por mujeres que habitaron o circularon por el continente americano entre los siglos XVII y XVIII, en la época barroca.

Lo particular del montaje es que cada una de estas historias ocurre en un «escenario» diferente, y el público debe desplazarse en búsqueda de las escenas. Para lograr esto, se crearon dos personajes que enlazan las historias y se relacionan con los espectadores: Hermes, un vendedor de toda clase de reliquias religiosas, quien aprovecha de lucrar con los peregrinos; y el Apóstol Santiago, quien al conocer a Hermes, se propone salvar el alma de este extraviado devoto. La misión se cumple gracias a la intercesión de una santa americana, Santa Rosa de Lima. La obra se presenta como una metáfora del conocimiento de lo sagrado y vivencia de la fe por los santos, Santiago y Rosa, que celebra el mestizaje latinoamericano en el mundo contemporáneo. Esto es lo que el equipo buscaba que quedara en los asistentes después del aplauso. La transformación de Hermes opera para que el público también pueda convertirse, ya que el personaje funciona como una individualización del espectador y, como tal, lo representa.

«La pregunta que surgió durante el proceso, muchas veces, fue cómo convencer a un espectador, habituado en el teatro contemporáneo a no actuar, a que sin pudores se animara a hacerlo (…) Desde un principio se planteaba el fin de la artificial separación actor/espectador».

La abstracción de la vida corriente

El teatro comparte con la fiesta religiosa numerosos elementos: la convivencia en un presente que se desenvuelve en el tiempo, el acatamiento de convenciones que enmarcan y posibilitan la relación, la necesidad de la ficción y la conciencia de su diferencia de la realidad, aun cuando en el presente se superponen ambos planos. Si nos trasladamos al contexto de la Colonia y el teatro de la época, especialmente de aquel inserto en las estrategias de evangelización o en la celebración del poder, fiesta y teatro no solo se confunden muchas veces, sino que es imposible separar a una de otro. La fiesta en la Colonia fue un espacio donde confluían los diversos actores del mundo colonial y participaban las diferentes etnias y castas, confundiéndose lo religioso y lo profano. La fiesta se producía en el espacio del templo (misa) y el espacio público (procesión). Fue un aparato de persuasión y control que legitimó el poder civil y religioso, y dejó una huella profunda en el mundo indígena que la reinterpretó integrando sus propias manifestaciones culturales. Esta huella la podemos verificar especialmente en la pervivencia en el tiempo de la fiesta religiosa, a pesar de la laicización de la cultura contemporánea.

Escena Úrsula Suárez, con Sara Pantoja y Gonzalo Cuadra, en otra de las actuaciones en España, en la ciudad de Olmedo, durante julio de 2010. Foto: Festival de Olmedo.

Se puede entender la vinculación entre la fiesta y el teatro, pues ambos son una abstracción de la vida corriente. Teatro y fiesta constituyen un encuentro del público con un símil de la realidad, pero al margen de ella; generan un espacio y un tiempo propios, separados del cotidiano y donde el ser humano puede conectarse con lo trascendente. En el caso de la fiesta, se genera una inversión o subversión en que, más que una parodia, conlleva una instancia crítica de libertad; un rompimiento de las normas en un margen espacio temporal muy preciso. La fiesta consigue una emancipación de los cánones culturales: el orden corriente es alterado y aquella confusión de roles es la muestra más evidente de la libertad auténtica que el público siente y usa. En cualquier fiesta religiosa, la realidad sustituta de la celebración produce en la comunidad un sentimiento de integración y ayuda, por tanto, a conocer mejor el lugar de donde se es. Se produce un reencuentro  con lo inadvertido al hacerlo consciente: se lleva a cabo en la experiencia de lo sagrado una transformación por un proceso analógico- simbólico de los objetos visibles en signos y lenguaje de lo sagrado. Lo sagrado revela la alteridad de su ser en la apariencia.

La propuesta de Mujeres coloniales

Imagen de la escena La monja Alférez, con Javiera Guillén frente al público, en la presentación en el Campus Oriente de la Universidad Católica, en diciembre de 2008. Foto: Elio Frugone. Fototeatro.

La idea de que el teatro se nutre y se inspira en la fiesta antigua fue lo que causó mayor interés. Como la fiesta, el equipo de Mujeres COLONIALES buscó crear un teatro participativo, visual, simbólico, comunicativo y con mensaje. Para convertir la función teatral en una pequeña fiesta religiosa y popular en cada espacio, la primera operación que realizamos fue salir de la sala teatral para llevar el teatro al corazón de cada ciudad. En el mundo colonial, el teatro estaba en el centro de la sociedad. No solo porque los asuntos de los que trataba y el grado de repercusión de estos en la vida social era grande, sino porque materialmente el teatro –como la fiesta– se enmarcaba en la ciudad como escenario. La cercanía que cada espacio de representación permitía entre espectadores y actores y el hecho de ponerlos a ambos en el mismo nivel, sin jerarquías, destrabó las tensiones posibles e hizo al público partícipe de la acción. En cada función se generaba un lazo distinto entre intérpretes y espectadores, provocando una adhesión diversa del público a la propuesta de interacción en cada lugar. En España pudimos percibir que los espectadores están más habituados a la participación, probablemente porque la obra se representó siempre en pequeños poblados, jamás en ciudades de muchos habitantes. Además, eran pueblos con una tradición de fiestas religiosas viva. En Chile, si bien el público jamás se negó a la interacción, su participación fue tímida y silenciosa.

Gina Allende, en la presentación de Mujeres coloniales en Olite, Navarra, España. Foto: José Chahín.

La pregunta que surgió durante el proceso, muchas veces, fue cómo convencer a un espectador, habituado en el teatro contemporáneo a no actuar, a que sin pudores se animara a hacerlo. El humor y la chispa de Hermes, enfrentada a la ingenuidad y empatía de Santiago fueron claves. El público en España, como también en Chile, se familiarizó muy rápidamente con ambos. Lo que construyeron estos personajes fue una relación de persona a persona con el espectador. Los intérpretes miraban directamente al público, hablaban con ellos, e incluso los confundían con personas conocidas. Hermes se sentaba entre medio de los espectadores, Santiago les pedía su opinión en algunos momentos significativos. De ese modo, desde un principio se planteaba el fin de la artificial separación actor/espectador. Los espectadores no solo eran visibles como parte de la obra, sino también tenían un rol: eran peregrinos.

Niños, abuelos y santiaguinos

Cada espacio reveló a grupos humanos totalmente diversos logrando que su relación con la obra fuese particular. El público español durante la gira fue en general lúdico y ruidoso. Esto fue sorprendente e incómodo en el inicio de la gira, pues los actores no estaban acostumbrados a un público tan participativo. Pero luego se tornó en algo fascinante: en cada lugar –dependiendo de la hora de función, las características del espacio de la representación, la edad, género y condición social de los espectadores– la relación entre la obra y su público se dio de manera diferente. En Zamora, por ejemplo, en un espacio abierto en pleno casco histórico de la ciudad, hubo aproximadamente 500 espectadores, la mayoría de los cuales eran gente de la tercera edad que había llegado temprano para asegurarse una buena ubicación. Para ellos, más que participar de la procesión, su interés fue llegar primero al siguiente escenario, de modo de no quedar relegado a los asientos del fondo o a estar de pie. Durante la procesión, el público gritó, cantó, conversó con los actores. Celebró, pero no de modo silencioso e interior, sino del modo más jubiloso que fue posible. En Vitoria-Gásteiz, País Vasco, el público fue de no más de 30 personas, quienes a plena luz del día debieran soportar el frío y el viento estoicamente. Fue un público muy amable, reposado, respetuoso, silencioso. Cumplió su papel educadamente. En Olite, Navarra, también a plena luz del día, el público estuvo conformado por familias enteras. El bullicio de los niños estuvo presente durante toda la función. Y junto a los niños, el viento. La obra debió ser ágil y las movimientos de un escenario a otro perdieron totalmente su sentido, siendo vistos por los espectadores más bien como un problema que como un momento de interacción verdadera, parte fundamental de la propuesta de la obra. El público de Carrión de los Condes, en Burgos, estuvo conformado por personas de todas las clases sociales y rangos etáreos. Al ser una villa muy pequeña, bien podemos decir  que  el  pueblo entero estuvo allí, incluso las monjas del convento del lugar. Ellas, ubicadas en primera fila, fueron unas espectadoras comprometidas emocionalmente  con cada uno de los vaivenes emocionales de Sor Úrsula, con quien se sintieron identificadas.

El público en Olite, Navarra, España. Foto: Festival de Olite.

La única función en la que hubo un ambiente de recogimiento fue en el Monasterio de Carracedo, en la provincia de León. Allí, el número de espectadores (40), junto a la posibilidad de iluminar (ya que la función se realizó de noche), como las características arquitectónicas del lugar, generaron gran concentración de los espectadores. En el claustro de San Francisco, en Santiago de Chile, el público llegaba muy temprano para poder tener lugar, ya que el aforo de cada función era muy reducido. Una vez adentro, en todas las funciones el primer comentario se refería al espacio. La mayoría de los espectadores no conocían el lugar, y  tanto su arquitectura como el pequeño vergel de los franciscanos los atrapaba. Especialmente sorprendente les parecía estar en pleno centro de Santiago y disfrutar de tanto silencio. El fondo natural lleno de árboles centenarios, en contraste con el pavo real que se cruzaba y graznaba en todas las funciones, produjo mucho interés. Fue un público participativo, pero no tan expresivo como el de Olite y Zamora.

«Cada espacio reveló a grupos humanos totalmente diversos. Y esto hizo que su relación con la obra fuese particular. El público español durante la gira fue en general lúdico y ruidoso. Esto fue sorprendente e incómodo en el inicio de la gira, pues los actores no estaban acostumbrados a un público tan participativo. Pero luego se tornó algo fascinante».

Cada público se apropió de la obra según sus competencias espectatoriales, su grado de afinidad con los materiales, su interés en el espacio donde ocurría la representación. Y esto modificó la obra de manera tal que, realmente, no podemos decir que haya habido dos representaciones siquiera parecidas entre las más de cuarenta funciones que hemos realizado. Cada una de ellas fue, para la compañía, un espacio de investigación sobre cómo una obra teatral puede volverse una fiesta intentando recuperar el sentido de un teatro inserto en el corazón–y no al margen– de la sociedad. A modo de conclusión, Mujeres coloniales, como espectáculo que reactualiza una memoria colonial de mujeres, opera construyendo un vínculo que liga teatro y espectador reutilizando las estrategias de la fiesta y la teatralidad antiguas en un montaje contemporáneo. El vínculo que se puede producir es alucinante, por cuanto da cuenta de nuestra actual necesidad de convivencia, en un mundo que no hace sino propugnar las relaciones mediatizadas y no presenciales.

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