«Si se quiere formar jóvenes integrales, dialogantes, comprensivos, solidarios y caritativos, lo primero es partir por vivir ese espíritu dentro de la sala de clases»
Es indudable que los profesores son el factor más importante del sistema educativo en general y que su impacto es determinante sobre la vida de los alumnos. Diversos estudios confirman, por ejemplo, que la calidad de un sistema está estrechamente ligado a la calidad de sus profesores (Barber & Mourshed, 2008), que los docentes son el factor intraescuela más relevante en términos de los aprendizajes y resultados que obtienen los estudiantes (Arancibia 1993; Slavin, 1996; Sanders & Rivers, 1996) y que influencian considerablemente no sólo su desarrollo cognitivo sino que también socioemocional (Garner, 2010). Según Elige Educar, se calcula que en Chile un alumno pasa alrededor de 12.000 horas frente a un docente en su etapa escolar y que un profesor impacta en la vida de cerca de 6.000 niños y adolescentes a lo largo de su carrera profesional.
Es indudable también que hoy los profesores atraviesan una de las crisis más profundas en su labor no sólo por las con- diciones en las que trabajan y la escasa valoración que tiene su profesión, sino que por un paradigma de enseñanza-aprendizaje que ya no es efectivo y que tiene a los docentes luchando por llamar la atención de sus alumnos sin éxito frente a la arremetida de los dispositivos electrónicos. En ese sentido, la democratización en el acceso a la información y la rapidez de las comunicaciones en el mundo globalizado ha generado la necesidad de un cambio en el rol docente, pasando de un transmisor de información y conocimientos a un facilitador de los aprendizajes.
Entonces, así como la Iglesia desde el Concilio Vaticano II ha leído con mucha sabiduría y prudencia los tiempos actuales, asumiendo complejos desafíos y saliendo al encuentro de la sociedad civil y sus feligreses, así los docentes debieran seguir su ejemplo y abrirse a explorar una forma de enseñanza acorde a los tiempos actuales no sólo para adaptarse a ellos sino que para buscar transformarlos de cara a los desafíos del tercer milenio. Se requiere que como sociedad valoremos y aumentemos el prestigio de la docencia, lo cual, si bien parte por mejorar las condiciones laborales, no se reduce únicamente a eso, sino que es fundamental que dentro del aula, escolar y universitaria, se vivan los valores y principios que se profesan, es decir, que se predique con el ejemplo. Si se quiere formar jóvenes integrales, dialogantes, comprensivos, solidarios y caritativos, lo primero es partir por vivir ese espíritu dentro de la sala de clases, y frente a eso el profesor tiene una responsabilidad ineludible.
El docente es por antonomasia un servidor y ese servicio no sólo debe notarse en la rigurosidad y dedicación en la preparación de sus clases sino en la forma en cómo se relaciona con sus alumnos y la metodología con la que enseña. En ese sentido, no hay mejor ejemplo que el del mismo Jesucristo, quien no sólo afirma que “no he venido a ser servido sino a servir” (Mt 20,28) sino que lo pone en práctica durante toda su vida en la Tierra. No hay mejor maestro que Él, que parte desde una humildad, preocupación y vocación de servicio sin límites, como lo demuestra, entre otras co- sas, el lavado de los pies a los Apóstoles.