Ha sido frecuente en los últimos dos siglos que se tienda a concebir el acto de fe como un ‘sentimiento’ subjetivo cuyo valor tiene que ver con el grado de ‘satisfacción’ que produce al creyente. Estas concepciones están sencillamente equivocadas pues la fe no es un sentimiento: la fe es una forma de conocimiento fundado en el testimonio.
Muchas personas hoy día tienden a pensar en la fe religiosa como un ‘sentimiento’ de carácter subjetivo. Se trataría de una suerte de ‘tonalidad emotiva’ general de bienestar, confianza y benevolencia hacia los demás. A veces también se la caracteriza como un sentimiento de completa dependencia respecto de algo que nos excede infinitamente y nos acoge. El proyecto de investigación “Fe sobrenatural y conocimiento” 1, que se enmarca el presente artículo, ha tenido como objetivo central considerar si este punto de vista tan común está o no justificado. Y no parece estarlo. En los últimos veinte años se ha producido un importante desarrollo de la epistemología del testimonio como mecanismo de justificación. Si uno atiende a las formulaciones magisteriales, el acto de fe se ha presentado como un acto de aceptación de la ‘verdad divina’ cuya justificación es precisamente un testimonio de carácter cualificado. Los desarrollos más recientes en epistemología del testimonio pueden ayudar a comprender mejor la naturaleza del acto de fe y su valor cognitivo, como se ha propuesto en este proyecto de investigación.
¿Qué es el acto de fe?
En el capítulo 3 de la Constitución Dogmática Dei Filius del Concilio Vaticano I se señala que la fe es una “virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos” (DH 3008). Lo que está siendo definido por el Concilio es la ‘virtud’ de la fe y no directamente el concepto de ‘acto de fe’. Como una virtud es, de manera general, una disposición estable para actuar de un modo correcto o adecuado, fácilmente se puede ver que de aquí puede desprenderse un concepto del acto de fe. La virtud de la fe dispone de manera específica a creer ser verdadero lo que ha sido revelado por Dios.
Se puede apreciar aquí que hay fe sobrenatural cuando el motivo de la fe es la revelación de Dios. La revelación puede ser vista como un acto de habla de Dios. Y la fe sobrenatural consiste en la aceptación de este contenido revelado. Se trata de un caso específico de un fenómeno mucho más general —y mucho más co- rriente— de justificación por testimonio. Uno adquiere información por testimonio cuando uno llega a conocer algo, o al menos a tener justificación para creer algo, porque alguien ha aseverado tal cosa.
Justificación por testimonio
¿Cómo se sabe que nuestros padres son nuestros padres? ¿Hemos encargado la realización de exámenes de ADN? ¿Y cómo sabemos que la Tierra es de forma esférica? ¿O que hay electrones? Una persona común y corriente no ha viajado al espacio para ver directamente la forma de la Tierra. Tampoco ha realizado personalmente las constataciones experimentales y teóricas requeridas para justificar que hay electrones. Tampoco una persona común y corriente está realizando exámenes de ADN a sus padres para chequear la información que ellos le han entregado. Hacer tal cosa sería —para la gran mayoría de los casos— una ofensa al poner en duda su palabra. La inmensa mayoría de las cosas que conocemos las conocemos porque hemos tenido confianza en alguien que nos ha dicho que las cosas son así. Lo que decimos conocer lo conocemos porque nos lo han dicho padres, profesores, amigos, periodistas y científicos. Leemos diarios y vemos programas de prensa ordinariamente para adquirir información, porque tenemos fe en lo que la televisión, los diarios, los libros o una página de internet nos dicen. El que un medio de prensa anuncie que, por ejemplo, se produjo un accidente en Los Alpes es un motivo para estar justificado en creer que hubo un accidente en Los Alpes. Es más, la ciencia natural no podría ser comprendida como un esfuerzo de un sujeto individual. Nadie podría, por sí mismo, realizar todos los experimentos, todas las observaciones y todos los cálculos necesarios para reconstruir de cero una disciplina científica.
Uno llega a introducirse en una disciplina científica al dejarse enseñar por quienes ya saben. Oímos clases o leemos libros de estas personas y confiamos en lo que nos dicen. La ciencia natural es una empresa social que requiere el esfuerzo coordinado de una multitud de sujetos, normalmente distantes entre sí en el espacio y en el tiempo. Y no podría existir tal coordinación si esa multitud de sujetos no pudiesen tener fe unos en otros.
Desde el siglo XVII fue usual que se concibiese el problema epistemológico como un problema esencialmente individual. Es cada sujeto racional quien debe ‘reconstruir’ por sí mismo, en la soledad de su conciencia el entero edificio de la ciencia. Si algo se ha ganado en los desarrollos más recientes de la epistemología del testimonio y la epistemología social, en general, es que esta imagen es una utopía. La completa soledad epistemológica sólo conduce de vuelta a las caver- nas. Necesitamos confiar en el testimonio de los demás no sólo para hacer ciencia, sino para las formas de coordinación de conducta por las que la civilización humana ha alcanzado justamente el carácter de civilización.
Se han desarrollado dos grandes modelos para explicar el funcionamiento de la justificación por testimonio. El primero de ellos, denominado tradicionalmente como ‘reductivista’, intenta mostrar que el valor que pueda otorgársele al testimonio depende de que podamos realizar alguna forma de inferencia desde otras bases de evidencia. Por ejemplo, si nos encontramos a alguien que nos dice que algo ha ocurrido que no nos consta por nuestros propios sentidos —por ejemplo, que hizo erupción un volcán—, entonces estaremos justificados en creer que hizo erupción un volcán si es que tenemos evidencia independiente de que: (i) quien nos ha transmitido la información es normalmente veraz, y (ii) de que quien nos ha transmitido la información ha de tener conocimiento de que el volcán ha hecho erupción o, por lo menos, ha de tener una buena justificación para creer que el volcán ha hecho erupción. Hay muchas variaciones en este esquema general, pero bajo cualquiera de ellas han surgido varios problemas. En primer lugar, en muy pocos casos nos encontramos en la situación de tener evidencia independiente acerca de la veracidad o la confiabilidad epistemo- lógica de un testigo. En segundo lugar, en un esquema como este parece muy difícil reconstruir el valor que le otorgamos al testimonio. Nuestras prácticas ordinarias así como la ciencia natural completa como empresa colectiva resultarían ser irracionales. En este esquema se presume que el punto de partida de cualquier sujeto racional frente a un testimonio que se le ofrece es la desconfianza, lo que hace muy precarios los procesos de transmisión de información. Cualquiera sea el valor de la evidencia que posea el testigo para la información que está entregando, este valor tendrá que ser ponderado por la evidencia que se posea de su veracidad y de su confiabilidad epistemológica. Aún en casos en los que uno tuviese evidencia de alto valor para todos estos ítems, el ‘cedazo’ epistemológico por el que se debe pasar en cada cadena de transmisión hace que la evidencia vaya reduciéndose de manera dramática.
Por estos motivos, entre otros, se han buscado alternativas no reductivistas para la explicación del valor epistemológico que le concedemos al testimonio. No es este el lugar para una exposición siquiera somera de estas diferentes alternativas.
Lo que interesa aquí es que en vez de suponer que el punto de partida de un sujeto racional al recibir un testimonio es la desconfianza, se supone que el punto de partida es la confianza. Uno no debería poner en cuestión un testimonio sino en el caso de que existan motivos positivos para hacerlo. Sólo entonces será razonable ponderar de manera explícita la veracidad y la confiabilidad epistemológica del testigo. Interesan de un modo especial concepciones denominadas ‘externalistas’ del valor epistemológico del testimonio. En las concepciones externalistas en epistemología no se requiere que un sujeto tenga completa reflexividad acerca de sus propias capacidades epistemológicas. Por ejemplo, un águila puede ver con mucha más precisión que nosotros objetos a distancia. Un águila conoce aquello que ve, y esto explica el éxito que puede tener para, por ejemplo, cazar un roedor. No podemos atribuir al águila, sin embargo, un conocimiento reflexivo de su propio conocimiento. El águila conoce que hay un roedor, pero no conoce que conoce que hay un roedor. Todo lo que requiere para conocer que hay un roedor es que sus capacidades cognitivas estén funcionando de manera objetivamente confiable. No se requiere que el águila conozca que sus capacidades cognitivas están funcionando de manera objetivamente confiable, sino que basta con que lo estén. Pues bien, de un modo análogo, para que uno esté justificado en adquirir una creencia en virtud de testimonio basta con que el testigo sea veraz y tenga buena evidencia de lo que está aseverando. No se requiere adicionalmente que uno pueda además, de un modo reflexivo, conocer positivamente que el testigo es veraz y es confiable epistemológicamente.
La fe sobrenatural es conocimiento
Todas estas largas explicaciones acerca del valor del testimonio son aquí relevantes porque el valor epistemológico de la fe sobrenatural viene dado por el valor del testimonio en el que se encuentra fundado. Si, de un modo general, es racional para nosotros adquirir creencias en virtud de testimonio, entonces también es racional para nosotros tener creencias por fe. Al tener fe sobrenatural no estamos apelando a ningún recurso epistemológico exorbitante, sino a los medios usuales por los que adquirimos evidencia y justificación para cualquier cosa. Esto no impide que, por supuesto, el que alguien llegue a tenerla requiera adicionalmente el auxilio de la gracia. Se trata de que la justificación epistemológica de nuestra fe sobrenatural tendrá que ser el mismo tipo de justificación que poseemos para confiar en un profesor, en nuestros padres, o en un buen libro.
Tratándose de la fe sobrenatural, sin embargo, es un factor distintivo la calidad del testigo. El motivo de la fe es la autoridad de Dios que revela, que no puede engañarse ni engañarnos. Esto es, la veracidad y la confiabilidad epistemológica del testigo son máximas. Esto es suficiente para hacer que el valor epistemológico de todo lo que sea revelado por Dios sea también el máximo. La fe sobrenatural es, entonces, conocimiento, pues Dios es omnisciente y máximamente veraz. Esto puede resultar sorprendente para algunos, pues sostener que hay un Dios sería algo incoherente en relación con una concepción naturalista de la realidad según la cual todo lo que hay son entidades de aquellas de que trata la ciencia natural. Uno debería, desde esta perspectiva, aceptar la revelación divina solo luego de que se ha justificado muy estrictamente la veracidad y la confiabilidad de ese testimonio. Sucede, sin embargo, que nadie podría llegar a considerarse justificado en poseer tal visión naturalista de la realidad si es que no hubiese confiado antes en otros testimonios.
La situación en la que se encuentra no es la de tener que optar entre testimonio y evidencia empírica. Su situación es tener que optar entre ciertos testimonios y otros. Por lo tanto, es perfectamente racional confiar en el testimonio de Dios y usar ese testimonio como estándar epistemológico para juzgar acerca de la verosimilitud de una visión naturalista de la realidad completa.
Hay múltiples consecuencias que se siguen de esta teoría de la fe sobrenatural. Se hace explicable, por ejemplo, cómo es que un niño pequeño puede tener ya conocimiento al adquirir la fe de labios de su madre u otra persona. Con el tiempo, esta fe puede fortalecerse y hacerse madura, pero es ya conocimiento desde un principio. También se puede explicar desde esta perspectiva cómo es que algunas personas —normalmente en procesos de purificación interior— pueden llegar a tener la sensación de que han perdido la fe, no habiéndola perdido. No puedo aquí más que dejar sugeridas estas consecuencias. Se puede apreciar, de todos modos, que esta concepción de la fe sobrenatural posee una gran fertilidad explicativa y permite entender, entre otras cosas, porqué los santos están perfectamente justificados racionalmente al asumir como un hecho todo el contenido de nuestra fe.