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Justicia y Caridad como Principios para la Sociedad

¿Es posible conjugar la justicia y la caridad como principios que guíen la vida en sociedad? Ambos conceptos parecen entrañar una tensión, pero son en realidad complementarios y necesarios para comprender el ideal social cristiano. A partir de la encíclica Caritas in veritate se aclaran algunas preguntas que surgen sobre la relación entre estos valores.

Hay personas que preguntan, no porque quieren saber la respuesta, sino porque quieren saber a quién tienen delante. Eso hacen los fariseos cuando le preguntan a Jesús cuál es el mandamiento más importante. Él les dice que hay dos y que el más importante es “amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. El segundo mandamiento es equivalente al primero: “Amarás al prójimo como a ti mismo” (Mt., 22, 34-40). Ambos figuran por separado ya en el Antiguo Testamento (cf. Dt, 6,5 y Lv. 19,18). La enseñanza nueva y fundamental de Jesús consiste en integrarlos. No se ama a Dios si no se ama al prójimo y no se ama al prójimo si no se ama a Dios porque “Dios nos amó primero” y todo depende de esa experiencia.

Es posible que una comunidad espiritual que hace del amor así entendido su mandamiento principal, viva en tensión con la justicia, pues el amor se da gratuitamente y la justicia se imparte según principios; el amor se ofrece y la justicia se aplica y lo que se da por amor puede ser más (o menos) de lo que la justicia exige. Se podría decir que la justicia es necesaria cuando el imperativo del amor hacia Dios y el prójimo no es un principio operante en nuestras vidas. La necesidad de justicia muestra falta de amor.

Justicia y fraternidad

La fraternidad es amor al prójimo —no mera amistad— y, al igual que la justicia, es una propiedad deseable de una comunidad política. No es trivial entonces preguntarse por la relación entre la justicia y la fraternidad, que suscita muchas preguntas. Por ejemplo, en la medida en que aspiramos a una comunidad política fraterna ¿estaríamos aspirando a que una comunidad política sea también una comunidad espiritual? ¿Podría pensarse que allí donde hay una comunidad espiritual no hay, por ello, una comunidad política? ¿Diríamos también que, cuando aspiramos a la fraternidad, aspiramos a que la justicia no sea ya necesaria, o diríamos que la fraternidad misma es justicia? Si este último fuera el caso, ¿no estaríamos reduciendo la fraternidad a los límites discursivos propios de la justicia, caracterizado por el lenguaje de los derechos y deberes? Además, ¿no es utópico demandar fraterni- dad de una comunidad política? Si se piensa que la aplicación de principios de justicia se hace necesaria allí donde la fraternidad está ausente y, por otra parte, que donde hay fraternidad la aplicación de tales principios parece estar demás o ser dañina para la existencia de la propia fraternidad, entonces establecer una relación entre ambos conceptos es problemático.

«No debemos entender la justicia como la mera satisfacción de ciertos principios o criterios que se aplican a las instituciones de una sociedad, sino que una sociedad justa exige a seres humanos con motivaciones justas.»

Benedicto XVI, en Caritas in veritate (CV), propone una manera de concebir esta relación, haciendo de la justicia y de la caridad—esta última manifestación de amor fraternal— dos elementos que, si bien se distinguen, serían constitutivos uno del otro. Ya que no es evidente el modo en el que justicia y fraternidad deberían relacionarse, ¿cómo explicar esta relación constitutiva? Quisiera intentar responder esta pregunta partiendo de la siguiente afirmación de Benedicto XVI: “La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo ‘mío’ al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es ‘suyo’, lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar” (CV 6). En el contexto de esta discusión, el término “justo” obtiene su especificidad a partir de la idea de bien común y sus respectivas exigencias: “Tales exigencias atañen, ante todo, al compromiso por la paz, a la correcta organización de los poderes del Estado, a un sólido ordenamiento jurídico, a la salvaguardia del ambiente, a la prestación de los servicios esenciales para las personas, algunos de los cuales son, al mismo tiempo, derechos del hombre: alimentación, habitación, trabajo, educación y acceso a la cultura, transporte, salud, libre circulación de las informaciones y tutela de la libertad religiosa. Sin olvidar la contribución que cada Nación tiene el deber de dar para establecer una verdadera cooperación internacional, en vistas del bien común de la humanidad entera, teniendo en mente también las futuras gene- raciones” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 166). Si bien esta caracterización es esquemática y abstracta, es suficiente para nuestros propósitos. Con esto en mente, ¿en qué consistiría, en términos un poco más específicos, el aspecto problemático de la relación entre caridad y justicia

Una respuesta a la experiencia del amor de dios

La primera dificultad de la relación entre justicia y caridad es que la caridad nunca carece de justicia. Los rasgos distintivos de la noción de justicia deberían ser también rasgos distintivos de la noción de caridad, y estos rasgos podrían amenazar la idea de algo que se ofrece por amor. Hablar de justicia implica hablar de derechos y deberes, pero hablar de la caridad como un deber parece despojarla de su propia fuerza: la gratuidad. Nadie puede ser caritativo por deber de justicia pues, si la caridad fuera exigible, entonces no sería caridad. Si el amor de Dios fuera exigible entonces este amor no sería expresión de su infinita gracia, sino más bien el cumplimiento de algo que corresponde esperar.

El Papa Benedicto XVI promulgó la encíclica Caritas in Veritate el 29 de junio de 2009, en que trató sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad, sumando este documento al Magisterio social de la Iglesia Católica.

Por otra parte, incluso cuando entendemos la justicia como una virtud y no como el mero acatar una norma, parece razonable sostener que dicha virtud implica tener la capacidad para establecer relaciones de proporcionalidad, de modo que dar a alguien menos o más de lo que es proporcionado sería cometer injusticia. Surge entonces un segundo problema, en relación ahora con la idea de que la caridad va más allá de la justicia: ser caritativo podría implicar ser injusto, dar al otro más de lo que le corresponde. Si la justicia es proporción, la caridad sería desproporción.

El primer problema implica el peligro de la reducción de la caridad a la lógica normativa de la justicia, vaciándola de la gratuidad que la caracteriza, y el segundo tiene que ver con el quiebre de la relación entre caridad y justicia, dada la lógica de gratuidad que caracteriza a la primera.

Estos problemas son dos buenas razones, me parece, contra la propuesta de Benedicto XV I que ahora vuelvo a mencionar: la caridad no carece de justicia y la caridad va más allá de la justicia.

Como un intento por hacer frente a estos problemas, quisiera pensar las cosas de la siguiente manera. Quien es caritativo es justo porque le da al otro lo que le corresponde: amor fraternal. Esta es la manera de responder a la condición de prójimo del otro. Pero, es más que justo, porque la motivación para hacer eso no es cumplir con una exigencia, sino la respuesta a una experiencia radical: la experiencia del amor de Dios hacia nosotros y la experiencia del amor de nosotros hacia Dios que también es, necesariamente, experiencia de amor al otro. En la encíclica Deus caritas est (DCE) Benedicto XVI da cuenta de estas tres dimensiones del amor caritativo así: aprendo a mirar al otro “no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo” (18).

Entonces, al hablar de fraternidad estamos hablando de una experiencia que es motivada y modelada por el amor de Dios hacia nosotros; experiencia que consiste también en amar a Dios y en sentir al otro como un hermano, pues existe “una inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia” (DCE 16).

Motivaciones personales justas: una sociedad fraterna

De manera que no se trata sólo de mostrar cómo justicia y caridad pueden ser integradas conceptualmente mediante la idea de fraternidad, sino cómo esta última contribuye a dar forma a una concepción de la justicia. En esta se establecería una relación de continuidad entre los principios de justicia —que aquí podemos suponer como vinculados con las exigencias del bien común— y la motivación personal, es decir, no se debe suponer un corte entre el cumplimiento de los principios de justicia y los motivos que nos llevan a cumplirlos, como si para cumplir con ellos necesitásemos de incentivos centrados en el mejoramiento de nuestra propia posición. Benedicto XVI expresa esta concepción de la justicia de la siguiente manera: “La ‘ciudad del hombre’ no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo” (CV 6). Esta afirmación es especialmente interesante, pues implica considerar la justicia como algo que no se predica solo de las instituciones sino que también de las motivaciones de las personas. Por esta razón el ex Pontífice afirma que la gratuidad no debería ser entendida como complemento de la justicia, sino que como una condición sin la cual “no se alcanza ni siquiera la justicia” (CV 38). Este par de ideas remiten a un asunto relevante en relación con la idea de justicia: para que podamos hablar de una sociedad justa no debemos entender la justicia como la mera satisfacción de ciertos principios o criterios que se aplican a las instituciones de una sociedad, sino que una sociedad justa exige a seres humanos con motivaciones justas. No deberíamos defender una concepción de lo que es justo que busque hacer compatible lo que me conviene a mí con lo que es justo hacer, como si se pudiera ser justo en la medida en que se promueve el interés propio.

Alberto Hurtado, exalumno y profesor UC, ha sido siempre un referente de justicia y solidaridad. Fue uno de los mayores promotores de la preocupación por los pobres en Chile durante el siglo XX y su labor da hasta hoy frutos en su iniciativa del Hogar de Cristo.

De la existencia de motivaciones que son expresión de fraternidad depende que puedan existir formas de organización política, económica y social que respondan a la demanda por la centralidad de la persona. Si estas motivaciones no existen, no tenemos razón para esperar que la persona esté al centro del desarrollo y no, en cambio, el desarrollo al centro y la persona en la periferia. Esto significa que una sociedad es justa en la medida en que prima un ethos de la justicia compartido: un comportamiento justo interiormente motivado por el amor al prójimo. Por esta razón, “La solidaridad debe captarse, ante todo, en su valor de principio social ordenador de las instituciones, según el cual las ‘estructuras de pecado’ [Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 36], que dominan las relaciones entre las personas y los pueblos, deben ser superadas y transformadas en estructuras de solidaridad, mediante la creación o la oportuna modificación de leyes, reglas de mercado, ordenamientos” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 193). Afirmar que, en ausencia de incentivos, los seres humanos no están dispuestos a hacer cosas que mejoren la condición de los menos aventajados vuelve implausible que se pueda predicar la fraternidad. Esto significaría que Jesús respondió a la pregunta de los fariseos señalando dos mandamientos que piden de nosotros algo que no podemos dar. No deberíamos adherir a este pesimismo antropológico pues, si lo hiciéramos, la fraternidad simplemente no podría ocurrir, es decir, las estructuras de pecado no podrían ser transformadas en estructuras de solidaridad. Por esa razón, parece razonable entender las motivaciones basadas en los incentivos como obstáculos morales (cf. Juan Pablo II Sollicitudo rei socialis, 35) superables que, de no serlo, no cabría calificar de obstáculos morales. Si la fraternidad como amor al prójimo tiene algún sentido, debemos cuestionar la apelación a los incentivos para justificar ciertas desigualdades, describiendo el comportamiento basado en ellos como elemento de la naturaleza humana. Sólo negando tal tipo de descripciones puede haber espacio para afirmar la necesidad de que se hagan presentes actividades económicas “de sujetos que optan libremente por ejercer su gestión movidos por principios distintos al del mero beneficio, sin renunciar por ello a producir valor económico” (CV 37).

La exigencia de Caritas in veritate implica concebir la justicia en términos personales, y esto no es obvio. Esta manera de entender la justicia es una proyección necesaria de la fraternidad humana y del desarrollo integral de la persona. Es a través de la fraternidad que resulta posible entender en qué sentido la caridad nunca carece de justicia y en qué sentido ella va más allá que la justicia y, por esa razón, no es mera piedad o asistencia social (cf. CDE 25) sino expresión de amor.

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