La historia es el cauce que toma el río de la humanidad, con todas sus idas y venidas visibles en el tiempo. Abajo, las napas subterráneas yacen ocultas y, sin embargo, sostienen la vida. Esto es la literatura: la interioridad humana —espíritu e intelecto— hecha palabra, que conforma un verdadero patrimonio invisible. Si la historia es el rostro, la literatura es el corazón.
Por eso, al contemplar un tiempo altamente convulsivo como el siglo XX, muchas respuestas van a buscarse a la literatura. ¿Qué tienen para decir los novelistas chilenos de los años de la Guerra Fría, situados entre las ideologías que desde la política y la cultura reclutaban adeptos? El crítico José Promis acuña la expresión “novela del escepticismo” para definir el fenómeno: el tono de los relatos está dado por el cuestionamiento de las frágiles bases del sistema, y los vaivenes de la ficción van a dar con frecuencia a un callejón sin salida de desesperanza. La fractura identitaria de los personajes se hace patente en la escritura del emblemático José Donoso.
En este contexto, un grupo de novelistas igualmente comprometidos con las voces del tiempo se sitúan a contrapelo del sentir de su generación: la perspectiva católica tras sus escritos propone a la realidad contingente la posibilidad de redención.
José Manuel Vergara (1929-?) con tan solo 27 años escribió la novela Daniel y los leones dorados (1956), muy aclamada en su tiempo. Convencido de que “el lector gusta de obras de arte, y no de obras pastorales”1, su legado plasma con total honestidad, sin moralismos, las luchas del sujeto ante el misterio cristiano. Luego, Vergara se dedicaría a la industria editorial, fundando el prolífico sello Pomaire.
Elisa Pérez Walker (1930-2012), que firmaba como Elisa Serrana, fue, además de escritora, profesora de Religión, egresada de la UC. Su obra es más que la etiqueta feminista que se le pone apresuradamente: conocedora de las honduras del corazón de la mujer, en Una (1964) delinea con realista madurez las consecuencias de una ilusoria independencia cerrada a la entrega por amor. La hija de Elisa, Marcela Serrano, heredó la profesión literaria de su madre.
Miguel Arteche (1926-2012), Premio Nacional de Literatura 1996 y reconocido poeta, también exploró en la narrativa. En él convivían el amor por la literatura y la profundidad de su fe, ambas herencias del tío sacerdote con el que creció. En El Cristo hueco (1969), Arteche elabora una singular distopía religiosa ambientada en Chile, que denuncia el peligro de un humanismo cristiano despojado de la auténtica fe católica.
De ellos (escritores) admiramos cómo, en el espíritu del Concilio Vaticano II, hicieron propia la misión de regalar al mundo moderno el don de la fe, desde la originalidad de su oficio narrativo.
Estos casos ilustran parte de la labor que realizaban diversos escritores alrededor del mundo. De ellos admiramos cómo, en el espíritu del Concilio Vaticano II, hicieron propia la misión de regalar al mundo moderno el don de la fe, desde la originalidad de su oficio narrativo. Las palabras de Benedicto XVI parecen referirse directamente a estos escritores católicos, navegantes en los mares del nihilismo: “Clavado en la cruz, pero la cruz en el aire, sobre el abismo. Es imposible describir con más exactitud y con precisión más incisiva la situación del creyente de hoy. (…) Sólo un madero le amarra a Dios, pero (…) él sabe que, al fin y al cabo, el madero es más fuerte que la nada”.2