La esperanza no defrauda (Rom 5,5), recuerda el papa Francisco con la bula del mismo nombre Spes non confundit, con la que convocó al Jubileo del año 2025. En un tiempo marcado por la desconfianza y el desencanto, esa frase no suena a consuelo, sino a compromiso: confiar en que lo humano, lo compartido; aún tiene lugar.
En un escenario de creciente polarización, el conocimiento también puede ser un vehículo de diplomacia. No la de las banderas o los acuerdos formales, sino otra más silenciosa, que se gesta en el día a día: en los pasillos, las salas de clases, y en el intercambio entre personas de trayectorias distintas que se reconocen en lo que comparten. Como señalan Jane Knight y Hans de Wit, la internacionalización de la educación superior puede —más allá de la competencia— fomentar comprensión intercultural, solidaridad y construcción de paz1.

La universidad, desde esta mirada, no solo forma profesionales: forma convivencias. Es un espacio donde la diversidad no se estudia, sino que se vive; donde las preguntas importan tanto como las respuestas, y donde el saber cobra sentido cuando se pone en diálogo. Allí, la esperanza no se impone, pero aparece: en el trabajo grupal entre acentos distintos, en una conversación inesperada, en la generosidad de quien enseña para que otro también avance.
En el trabajo cotidiano con universidades y redes internacionales, he visto cómo pequeños gestos pueden abrir espacios de comprensión mutua. A veces ocurre en una reunión virtual, cuando un socio académico comparte cómo enfrenta desafíos similares desde otro continente. Otras veces, en los proyectos conjuntos donde el idioma, las diferencias de horario o las culturas institucionales se vuelven oportunidades para practicar la paciencia, la empatía y la colaboración real.
También en los encuentros presenciales: cuando un estudiante internacional participa en una actividad local y comenta cómo algo tan simple como una conversación en el patio lo hizo sentirse parte de una comunidad. O cuando un académico visitante se conmueve al descubrir coincidencias profundas en valores y en propósito, más allá de los sistemas universitarios o los idiomas.
Son momentos discretos, pero significativos. En ellos se va tejiendo una diplomacia de lo cotidiano: una que no busca imponerse, sino conectar; que no parte del poder, sino del encuentro. Allí se revela el potencial transformador de la educación como espacio de diálogo global, donde la cooperación se mide en vínculos humanos que perduran.

Como reforzó el papa Francisco, el Jubileo es un tiempo “para reavivar el deseo de un mundo nuevo y abrirnos a la esperanza de construirlo juntos”2. Quizás esa esperanza comience, simplemente, por volver a convivir: con respeto, con alegría, con propósito. Porque construir en común —desde lo pequeño— sigue siendo una de las formas más valientes de creer en el futuro.




