Ecología e inclusión se alzan como dos presupuestos claves en la consolidación de una sociedad con verdadero espíritu comunitario. Ante esta expectativa, comprender la complejidad que ambos encierran es de gran importancia para asegurar el éxito de su puesta en práctica. A continuación, dos académicos de Teología enriquecen la reflexión acerca de estos conceptos desde su propia disciplina.
¿Qué elementos deben considerarse para un diálogo más fecundo entre científicos y creyentes acerca de la ecología?
A mi juicio existen representaciones e imágenes que, por estar fuertemente asociadas a ciertos discursos teológicos, no solo dificultan el diálogo con las ciencias, sino que impiden una comprensión creyente más profunda de la realidad. Estos discursos vinculan, al menos, tres representaciones fundamentales: Dios, el ser humano y la creación.
Hay discursos teológicos que representan a Dios en el primer lugar, como un ser todopoderoso que ha creado todo desde la nada y, por esa razón, tiene el control de lo que existe: Él es omnipotente, omnisciente y omnipresente. En segundo lugar, el ser humano es representado como “el punto culmen” de lo existente. A diferencia de los otros seres vivos, el ser humano se relaciona directamente con Dios y ha recibido un mandato particular por ser la imagen y semejanza de su creador: tener poder sobre las demás especies. En esta relación particular, la creación es representada, en tercer lugar, como el “escenario natural” donde se desenvuelve. En otras palabras, la creación es pensada como “la naturaleza y los seres vivientes dentro de ella”. Responsable del buen funcionamiento de la creación, Dios actúa de modo omnipotente, omnisciente y omnipresentemente a través de las fuerzas de la naturaleza, y los seres humanos lo hacen, por invitación divina, como cocreadores, sobre animales, aves y plantas.
Si bien es verdad este modo de describir a Dios, al ser humano y lo creado, pienso que los descubrimientos científicos del siglo pasado obligan no solo a una representación distinta de estos tres conceptos, sino a un nuevo orden discursivo de ellos. En primer lugar, la creación: si Dios ha creado todo, es sumamente restrictivo describir lo existente como “la naturaleza y los seres que la habitan”. En términos temporales, la realidad tiene casi 14 mil millones de años y en términos espaciales 93 mil millones de años luz. Hablar de la creación, entonces, supone ampliar la escala a aquello que sucede con las lluvias o los mamíferos. En segundo lugar, el ser humano, al que es sumamente complejo describir como culmen de lo existente, y esto por varios flancos: en lo temporal, el ser humano tiene solo 300 mil años; en lo espacial, solo ocupa este planeta; en lo evolutivo, proviene de una especie que sobrevivió a otras. Sin desvalorizar su lugar y rol en lo creado, es imprescindible, al menos, describir la relación que tiene con su creador como parte —y no aparte— de lo existente. En tercer lugar, a Dios: si el ser humano es capaz de reconocerlo como el creador de todo —ampliando esa totalidad a escalas cósmicas y, por tanto, colocando al ser humano en un lugar más sencillo—, ¿no obliga esto a extender lo que decimos de él? Si lo existente va mostrando cada vez más complejidad, ¿no fuerza esto a revisitar los modos demasiado simples para referirse a Dios?
A mi parecer, las ciencias contemporáneas obligan a hablar más y mejor de Dios.
En el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, el papa Francisco señaló: “no existe inclusión, de hecho, si falta experiencia de la fraternidad y de la comunión recíproca”. Entonces, ¿cómo ayudamos a nuestras comunidades a sentir las diferencias como oportunidades para ser mejores personas?1
Las palabras del papa Francisco aludidas en la pregunta están enmarcadas en el reconocimiento del deber que tiene la Iglesia y la sociedad civil de velar por el respeto de la dignidad de todas las personas, independientemente de si se encuentran debilitadas en la mente o en sus capacidades sensoriales o sensitivas. Tal como lo sostiene la antropología cristiana, y de acuerdo con la propia experiencia de Jesús narrada en los Evangelios, no hay ninguna circunstancia que permita desestimar el valor inconmensurable de cada persona (Lucas 23:42-43). Incluso aquellas que han cometido crímenes horrendos contra la humanidad deben ser tratadas con dignidad.
No obstante, las palabras del Papa van más allá del mero reconocimiento que se debe tener de la dignidad de los otros. Para formar una comunidad fraterna no solo hay que reconocer la valía ajena, sino también amar al otro como a un hermano —frater significa ‘hermano’ en latín—. En otras palabras, el asunto va más allá de una valoración meramente intelectual, es necesario que entre el corazón. La inclusión verdadera exige un acto de amor hacia quien tenemos en frente.
La experiencia propuesta por el Papa como base para ser inclusivos consiste en una relación de hermandad que trasciende los vínculos que establecemos con aquellos con quienes sentimos afinidad o que nos hacen sentir bien. Aquí no se aplica el adagio “los amigos son la familia que uno escoge”; es justo lo contrario. Para formar una comunidad que sea fraterna hay que tener claro que todos son la familia que Dios nos dio, sean o no nuestros amigos. Desde esta perspectiva, no es posible escoger a aquellos con quienes seremos inclusivos. La inclusión es con todos; caso contrario, no es verdadera.
Consecuentemente, y para responder de modo directo a la pregunta, en la medida en que seamos conscientes de que somos miembros de una sola familia que, aunque diversa, tiene un origen común,podremos acercarnos al ideal de una comunidad inclusiva y amante de las diferencias, pues expresan la riqueza de una naturaleza que compartimos al ser hijos de un mismo padre, y no de cualquier padre, sino de uno que nos amó hasta el punto de darnos a Jesús, su hijo unigénito, nuestro hermano, para ser rescatados del pecado (Juan 3:16).