«El criterio de la consecución del bien común es esencial para asignarle un lugar central al hombre, es decir, ser capaces de que la persona sea el objeto y la finalidad de todas las instituciones que se manifiestan en la vida social»
Para describir el encuentro de cada persona con nuestro Señor, el Papa Francisco suele repetir una expresión muy elocuente: “Dios nos primerea”, es decir, nos ama primero, antes de que lo conozcamos a Él. Nos mantiene siendo nosotros mismos, nos cuida, nos corrige, nos espera. Incluso antes de que sepamos cuál es nuestro propio nombre, nos sabe.
Salvando la distancia con el Creador, pero reconociendo la posibilidad de obrar en semejanza, me pregunto si los profesores primereamos a nuestros cursos. Es que, sin duda, hacemos mucho: preparamos las clases intentando que los estudiantes aprendan, buscamos que los textos y experiencias sean significativos, guiamos a nuestros estudiantes hacia la forma mentis de cada una de las disciplinas; pero, ¿primereamos?
Sin querer caer en sensiblerías, me asalta un recuerdo extremo: tengo 22 años y estoy en Pedagogía Media de Filosofía, tomando el curso Educación y Filosofía. De pronto, llega el profesor y entrega las primeras evaluaciones, mientras nos reta en voz alta: “Hay una ausencia masiva de acentos y otros signos ortográficos; se repiten párrafos ambiciosos que pretenden refutar al autor —y a la filosofía entera— en doscientas palabras; muchos ejemplos personales, pero poco vinculados al argumento en cuestión; en general, más opiniones que interpretaciones fundadas en el texto…”. Se genera un silencio de incertidumbre. Rumio la rabia preguntándome: ¿Este tipo no sabe que el futuro es el chat y la comunicación virtual? ¿Por qué tanto énfasis en leer y escribir de tal modo? ¿No habrá otra sección de este curso…? Mientras me mantengo en mi enojo, este hombre nos da la espalda y escribe en la pizarra: Amor sin exigencia, encapricha. Exigencia sin amor, resiente. Amor con exigencia, educa.
Después de leer la última palabra, creo que sonreí. El profesor, por su parte, ensayó una motivación: “En poco tiempo, ustedes van a estar a cargo de una sala de clases, de una reunión de padres, de un acto escolar. Tendrán voz y voto sobre las adecuaciones pedagógicas que hay que tomar con un niño problemático. Dejarán su sello como docentes en la vida de los demás… En este curso aspiramos a educarlos; no a irritarlos ni edulcorarlos. Por eso, vamos a quererlos y a ponerles presión”.
Puede parecer raro para un universitario escuchar a su profesor decir que va a quererlo y a ponerle presión pero, visto a la distancia, lo extraño es que no sea frecuente que hablemos con nuestros alumnos sobre cuáles son los sentimientos y virtudes que quisiéramos modelar en ellos y por qué.
Un profesor suele dedicar tiempo a mejorar su programa de curso, alineando objetivos, contenidos y modos de enseñar y evaluar, porque quiere que sus estudiantes, en definitiva, sean lectores y escritores lúcidos, precisos al expresarse, valientes al preguntar y responsables al responder. Esto es importante, pero también lo es el poner en palabras cuáles son los sentidos que nos mueven como docentes. Una buena orientación quizás sea atreverse a compartir con los alumnos cómo los imaginamos durante enero o julio, antes de empezar a conocerlos.