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Crítica Literaria: Una breve historia del jardín

En Una breve historia del jardín, su autor, el paisajista, jardinero, botánico y ensayista Gilles Clément, traza un devenir histórico del jardín para finalmente proyectar en el futuro un “no jardín” o, para utilizar sus expresiones, un “jardín planetario” o un “jardín en movimiento”. Se trata de una paradoja, con la cual se hace abandono de una historia que relata el proceso progresivo del jardín a lo largo del tiempo. El autor nos propone una nueva observación de los jardines del pasado, desde una sensibilidad atenta a las condiciones de hoy, vale decir, atenta a una crisis ambiental que nos obliga a conceptualizar el jardín de otro modo. Este relato histórico se modula en gran parte a través del mismo testimonio del autor. Visitas, expediciones científicas y viajes son las experiencias que Clément recuerda para describir diferentes jardines. Se podría decir, entonces, que sus descripciones paisajísticas son el resultado de una observación testimonial y de una memoria. Atento a la figura del jardinero, Clément, en sus salidas a terreno, también despliega una mirada antropológica que alterna con la inquietud científica en torno a insectos, mariposas y flores.

Una expedición a los bosques y pantanos de Dzeng, en Camerún, es el pretexto para dar cuenta del primer jardín o “jardín original”. Gracias a sus observaciones del paisaje y de un territorio habitado por comunidades que fueron hasta hace poco nómades, Clément concluye que el primer jardín es algo así como una fortaleza o un lugar de protección. De ahí que todo jardín sea un espacio cercado, tal como la etimología del término lo indica, en cuyo interior se resguarda un bien preciado o “lo mejor” que una comunidad posee, imagina o proyecta. El primer jardín es también la consecuencia de un pueblo que se ha sedentarizado. En lugar de la recolección nómada de frutos silvestres, llevada a cabo durante distintas épocas del año y en diferentes lugares, el primer jardín provee de frutos y hortalizas a una comunidad que debe comenzar a subsistir en un mismo estar.

En el segundo capítulo del libro, su autor rompe la fosilizada asociación entre ocio, placer y jardín al visitar tres huertos o jardines alimentarios: Villandry, el Huerto del Rey en Versalles y el huerto de La Roche-Guyon. En ellos, todo se organiza alrededor del agua, valor sin el cual el espacio deja de ser productivo. Diferente al paisaje y al parque, el huerto es el modelo de todos los jardines. Atravesando los diversos tiempos de la historia, el huerto contiene también los contrarios: “lo útil y lo fútil, la producción y el juego, la economía y el arte” (21). Clément problematiza los tres huertos patrimoniales ya mencionados con una urgente y actual pregunta: ¿cómo mantener estos jardines cuando la cantidad de jardineros no es la de antes y cuando, sobre todo, estos jardineros ecológicos han optado por abandonar el uso de insecticidas y máquinas que violentan la vida natural? Para el autor, el huerto, incluso el de valor histórico, no debe ser una inmóvil imagen de paisaje, sino una vida que es necesario estimular. Por ende, la propuesta de Clément es desatender relativamente la forma dada u original de un jardín y saber compatibilizarla con un actual criterio ecológico que dé lugar al jardín en movimiento: un jardín que contiene sus propios residuos como fuente de nutrición; un jardín cuya diversidad vegetal y animal garantiza el control natural de plagas y enfermedades; un jardín de forma cambiante en la medida en que no se controla el crecimiento o devenir de las especies; un jardín que no expulsa la muerte de lo orgánico; un jardín cuyo color y floración no serán los mismos de un año a otro puesto que, por diversas razones y agentes, algunas semillas se van y otras retornan.

El jardín de Ryioan-Ji de Kioto y el de las Redes de Suzhou son ejemplos de lo que el autor denomina como “jardines verticales”: un jardín de meditación dirigido al espíritu, es decir, un jardín destinado a desvelar lo invisible. Si el jardín de Occidente avanza hacia el horizonte para así ganar terreno, posesión y poder, el jardín de Oriente, por el contrario, supone una verticalidad ascendente. Si el primero está obsesionado con la imagen, el segundo, desprovisto de un “envoltorio formal” (33), permite el viaje mental de quien lo visita.

Luego, Clément recomienza su historia, aludiendo al jardín romántico en el que dispone a Rousseau como figura central y pionera. En el jardín del marqués de Girardin, el filósofo nos indica el tiempo de naturaleza, puesto que “coloca la vida por delante de la forma” (42). En el capítulo “Los jardines de la noche”, el autor recodará las grutas de jardines como el de Bomarzo, un caso en el que el jardín, al estar saturado de esculturas monstruosas, ha desconocido el origen paradisíaco. Lugares enterrados bajo el jardín, las grutas, cavernas y criptas son un “pathos ornamental” (57), pero también forman parte del inconsciente sin el cual lo expuesto bajo la luz, sobre la superficie y durante la vigilia, no sería más que un “decorado de vanidades” (53). Esta aproximación de Clément nos recuerda, desde luego, las asociaciones entre el grotesco y el inconsciente. Sobre las superficies rugosas de estos espacios oscuros y húmedos, se escribe el mensaje misterioso y nocturno de los orígenes. La visita a la gruta simula la experiencia onírica y sombría que contrasta con el paisaje luminoso del exterior. Este claroscuro es experimentado por el autor al contemplar el paisaje de luz y armonía una vez que ha salido de la cueva de Chauvet, en cuyo interior se ha podido apreciar los enigmas de un arte rupestre radical. Más tarde, a través del tema de la agricultura biodinámica, Clément pone en relación al jardín con el firmamento. Los ciclos lunares y las estrellas no solo inciden en el comportamiento de las mareas, sino también en el éxito o fracaso de una siembra o de una cosecha. Destacable es la descripción del observatorio Jantar Mantar en Delhi como un jardín que rinde honor a los astros.

Durante una visita a un remoto lugar de Australia con el objetivo de ver “arte aborigen”, el autor se pregunta por qué la población aborigen con la que se ha encontrado no cultiva jardines, pese a tratarse de una comunidad ya sedentarizada. En una leyenda nativa, narrada al interior de la misma comunidad, Clément encontrará la respuesta: el Espíritu de la Vida, deidad original, ya cansado de soñar la creación, “se metió en la tierra para descansar” (91): “¿Cómo arar, abrir la tierra, herirla sin dañar al Espíritu que en ella descansa? Para un aborigen australiano resulta impensable concebir un jardín en el sentido en el que Occidente lo entiende” (91). La reflexión etnográfica le permite a Clément vislumbrar el porvenir ecológico del jardín como un “no jardín”, conjugando el mito y la historia, así como el pasado, el presente y el futuro. La ausencia de jardines en el territorio de la comunidad aborigen que visita en Australia le señala el “no jardín” original que la leyenda narra. El mito y el conocimiento antropológico del presente le revelan un ecologismo como única alternativa posible para enfrentar los desafíos futuros de un planeta en crisis: “La razón del no jardín ofrece también las raíces de todo jardín” (82).

El devenir del jardín en un “no jardín” se explica, en parte, porque la relación del ser humano con la naturaleza ya no puede expresarse totalmente dentro de los límites del jardín. El territorio de tal relación es la tierra entera, es decir, el jardín planetario. ¿Cuál es entonces la forma de este “no jardín” o del jardín de la era ecológica? La respuesta se corresponde con las funciones del nuevo jardinero, quien ya no debe controlar la naturaleza, sino más bien saber interpretar las invenciones de esta. Si la arquitectura trabaja con materias inertes, el jardinero paisajista trabaja con lo vivo. Por ello, debe aceptar las transformaciones de las formas y distanciarse de un modelo de jardín estetizante.

El libro de Clément es altamente político: como un acto de resistencia ante un monopolio del paisaje desatento a las urgencias de hoy, propone la jardinería ecológica como otra manera de (re)pensar las relaciones entre la naturaleza y lo humano. Con ello, deja el espacio abierto para construir una nueva subjetividad. Sin embargo, en Clément lo político va de la mano con una estética, aunque se trate de una estética más textual que visual-paisajística. En efecto, el libro termina con un cuento que podríamos clasificar como de ciencia ficción. ¿Por qué el autor hace uso de este género o estética narrativa para terminar un libro de historia? Como un discurso que se desplaza entre lo utópico y lo distópico, la ciencia ficción puede remitir a un futuro no inmediato condicionado por los avances tecnológicos y amenazado por procesos de deshumanización. En el cuento, el jardín ecológico se presenta como una alternativa políticamente válida para imaginar un mundo en el que la libertad de la naturaleza y del sujeto son posibles.

Ficha técnica
Título original: Une brève histoire de jardin
Autor: Gilles Clément
Traducción: Cristina Zelich
Género: Ensayo histórico
Año: 2019
Páginas: 126
Editorial: Gustavo Gili

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