A pesar del proceso de secularización y modernización que experimentó la sociedad chilena, la Navidad se mantuvo hasta mediados del siglo XIX como una fiesta heterodoxa y con tintes barrocos. Se vivían verdaderas «fondas» navideñas. Sin embargo, por modificaciones urbanas, influencias externas y cambios en la forma de concebir la piedad, la Navidad se fue transformando en una fiesta más privada y familiar
La transformación de la fiesta navideña desde mediados del siglo XIX se puede entender a la luz de los cambios propuestos por las autoridades frente a un nuevo concepto de orden y una nueva forma de entender la piedad proveniente desde Roma. Las preocupaciones por el orden social son compartidas por las autoridades civiles y eclesiásticas, además de incorporar a la prensa como un nuevo protagonista en la discusión pública.
La celebración en Chile
Las navidades coloniales fueron una instancia festiva que, al igual que muchas otras, compartían una naturaleza sensitiva y exteriorizante que podría denominarse barroca, según las ideas de José Antonio Maravall. Si a esto le agregamos que la Navidad en Chile coincide con la época estival, en que la naturaleza pródiga despliega toda su fertilidad y bonanza; la sensualidad, el gozo y las muestras de amor ponían el tono, permitiendo que las celebraciones fueran bastante carnavalescas. Todo hacía de la Navidad un tiempo maravilloso, una concreta afirmación de la vida y de la renovatio mundi, según explica Máximiliano Salinas en Canto a lo divino y la religión popular en Chile hacia 1900. Como fiesta barroca, la Navidad sufrió también las intervenciones de la autoridad colonial que trataba de mantener un equilibrio entre dos necesidades: la de otorgarle al pueblo una instancia de derroche e inversión de su cotidianeidad, y la de cuidar el orden a través de un despliegue simbólico de la autoridad, donde imperaban las figuras de la Iglesia y el Rey. Con estos mecanismos complementarios, la fiesta lograba consolidarse como una vivencia popular que daba rienda suelta a los sentidos y al cuerpo en general, al tiempo que podía erigirse en un medio de control de masas para mantener un cierto orden y estabilidad.
Las características barrocas y religiosas de la Navidad capitalina se mantuvieron casi intactas durante gran parte del siglo XIX. Tanto la prensa como los viajeros que se acercaron y avecindaron en nuestro país, así como fotografías de época (en las imágenes), nos muestran esta abigarrada celebración llena de estímulos y bastantes desórdenes. Durante muchos años la fiesta tenía su centro en la Plaza de Abastos, ubicada en el centro de la ciudad, hasta que la magnitud que alcanzó obligó a la intendencia a trasladarla a lo largo de la Alameda. Desde todos los lugares aledaños de Santiago llegaban los tenderos y vendedores con sus frutas, flores, fritangas, horchatas, helados y dulces a instalarse a los costados de la Alameda y en ciertas calles aledañas para ofrecer sus productos. El pueblo se paseaba y disfrutaba de la celebración, donde convivían –transversalmente– ricos y pobres, grandes y chicos, hombres y mujeres. Era una fiesta chilena. Todo este despliegue y derroche de recursos no era otra cosa que una demostración explícita de lo vívida y genuina que la celebración del nacimiento del Hijo de Dios era para los fieles decimonónicos. Cada vez que se celebraba Navidad, se participaba activamente en la conmemoración, y volver a vivir el gozo que producía este evento fundante del cristianismo. La encarnación de Dios se entendía como un evento que afectaba inmediatamente la existencia de los hombres, como cuenta Josef Pieper, en Una teoría de la fiesta. Se la veía como una realidad histórica propiamente tal. Es la importancia absoluta de la fiesta navideña en el sistema de valores de esta sociedad tradicional la que explica todo el derroche y, al mismo tiempo, los desórdenes aparejados a la celebración. El acontecimiento es tan magno y su conmemoración tan genuina, que no hay área de la vida que no se afecte, ya sea mundana o religiosa.
«El catolicismo fue adoptando tambaleantemente las ventajas de la prensa como herramienta de discusión pública. Sin embargo, la jerarquía se daba cuenta de que el púlpito, las prédicas y los soportes de una cultura visual barroca ya no eran suficientes para luchar contra otras ideas y modelos de sociedad. Había que alinearse en la formación de ciudadanos virtuosos».
La influencia de la prensa
Frente a todo esto, la jerarquía de la Iglesia hubo de reaccionar. Heredera de un reformismo eclesiástico del siglo XVIII con tendencias regalistas, la jerarquía eclesiástica chilena decimonónica respondió con distancia frente al culto tan exteriorizado que podía caer en supersticiones, emotividades, irracionalidades y suntuosidades. Así lo explica Sol Serrano en La privatización del culto y la piedad católica. Hubo también reformismo dentro de la Iglesia que, en un primer momento ilustrado y luego ultramontano, defendió algunos elementos secularizadores para depurar expresiones consideradas profanas. Según la investigadora Claudia Castillo, esta actitud de la jerarquía se debe también al hecho de que vio la posibilidad de educar al pueblo como un conjunto de ciudadanos católicos. Ya no una masa informe sino miembros – católicos– de la sociedad.
«Era una fiesta chilena. Todo este despliegue y derroche de recursos no era otra cosa que una demostración explícita de lo vívida y genuina que la celebración del nacimiento del Hijo de Dios era para los fieles decimonónicos».
Por otro lado, la autoridad civil también se pronunciaba frente a los desbandes de las fiestas navideñas. En sus intentos de conseguir el orden y la vida civilizada, los desórdenes callejeros eran una preocupación. Los alborotos de las navidades decimonónicas eran muchos y de variada índole. Y los periódicos se convertían en un campo de batalla compartido para debatir las ideas de sociedad. En una sociedad que se modernizaba y secularizaba, la prensa representaba la articulación de una opinión pública. En el contexto del nacimiento de la idea de libertad y derecho de opinión, la jerarquía de la Iglesia Católica aceptó las nuevas reglas del juego e incluso llegó a promoverlas. Además decidió utilizar algunas armas que eran tradicionalmente consideradas liberales (la cultura escrita), para no quedar atrás y así lidiar en igualdad de condiciones. Aunque, según Claudia Castillo, el catolicismo fue adoptando «tambaleantemente» las ventajas de la prensa como herramienta de discusión pública. Sin embargo, la jerarquía se daba cuenta de que el púlpito, las prédicas y los soportes de una cultura visual barroca ya no eran suficientes para luchar contra otras ideas y modelos de sociedad. Había que alinearse en la formación de ciudadanos virtuosos. «El pueblo, para ser un sincero representante del catolicismo, debía ser virtuoso», agrega la investigadora.
Ruido y alcohol
De los excesos denunciados por la prensa, uno de los más importantes es el que se relaciona con el consumo excesivo de alcohol. En las fiestas navideñas, fondas y chinganas constituían los espacios predilectos del pueblo para celebrar después de los oficios religiosos y hasta altas horas de la noche. Era ahí donde los desórdenes y abusos morales suscitaban la preocupación de las autoridades. Sin embargo, sus derechos de instalación proporcionaban importantes ingresos a las municipalidades, como reporta Historia social del alcoholismo en Chile 1870-1930, de Marcos Fernández. Los sonidos navideños constituían, asimismo, un factor de desorden para las autoridades. Hay varios testimonios de viajeros que se impresionan con esta algarabía y ruidos de animales en los templos. C.E. Bladh describe las fiestas navideñas de Chile como «extrañas y exóticas» y cuenta que hasta las iglesias llegan las personas con gallinas y cerdos vivos que son golpeados para hacerlos cloquear y chillar. Otros tocaban pitos y cuernos o metían bulla con matracas, produciendo un terrible ruido que duraba toda la noche. Esta liturgia popular acompañada de un ritual genuina y ruidosamente carnavalesco era llamada la «bullanga de Navidad», según la investigación de Maximiliano Salinas. Se trataba de un ruido atronador constituido por imitaciones de animales variados, acompañado de pitos, silbatos, flautines. Era para recordar el establo en que había nacido el Niño Dios. Hay también una preocupación respecto a controlar los excesos que tengan que ver con el cuerpo. En las calles santiaguinas la gente pululaba y paseaba sin rumbo, armando un torbellino de confusión con gritos y chillidos. Los asistentes se empujaban y se perdían en calles y callejuelas, conformando una masa unida y compacta[2]. Se daban restregones, pellizcones y «otras impertinencias»[3]. Esto llevaba muchas veces a riñas y pleitos callejeros. Pero, nuevamente, la prensa de opinión mostraba su preocupación y decía que el intendente estaba consciente del problema, que ya vendrían tiempos sin inconvenientes y desórdenes y que la Navidad sería celebrada de un «modo digno»[4]. La prensa es el lugar para discutir el modelo de celebración y la idea de orden que los diferentes grupos defienden. Los periódicos católicos veían a la religión como garante de un orden en la mantención de un mundo basado en los valores modernizadores. Las fiestas de Navidad con todos los desórdenes a ellas aparejadas–y aquí descritas– constituían una muestra significativa de lo que podía ocurrir si el pueblo, alejado de la verdadera religión, se desbandaba en su actuar carnavalesco. Las malas costumbres eran combatidas desde todas las alas de la prensa porque se veían como una desgracia tanto para la Cristiandad como para la República. En este escenario, entonces, tanto liberales como conservadores parecían compartir un ideal común.
En la esfera pública –y concretamente en la fiesta de la Navidad que hemos utilizado como caso emblemático–, tanto la prensa católica como la liberal abogan por un orden entendido como moral[5]. La moral es decencia, compostura y buenas costumbres. Trae aparejadas moderación y organización, conceptos tan caros para la vida en sociedad y la formación de ciudadanos. En el ámbito de la devoción privada, diversas corrientes irán produciendo una privatización de la piedad en el siglo XIX. Sol Serrano explica este proceso enriqueciendo y complejizando el término. Para ella, la religión se privatizó en el sentido de que progresivamente fue expulsada del Estado y redefinió su lugar en el reordenamiento del espacio público tradicional y moderno, de las calles, de la política, de la opinión y del debate. Sin embargo, continuó teniendo presencia pública en el culto colectivo. Para Sol Serrano, en la segunda vertiente, la religión se privatizó en el sentido de que se hizo más interior, íntima y familiar.
[1] Basado en el artículo Tensiones navideñas: cambios y permanencias en la celebración de la Navidad en Santiago durante el siglo XIX, aceptado por revista Atenea para su publicación.
[2] Diversidades. (1854, 26 de diciembre). El Diario, Valparaíso. (Corresponsal en Santiago).
[3] Nacimientos. (1855, 20 de diciembre). El Diario, Valparaíso. (Corresponsal en Santiago).
[4] La Pascua en la Alameda. (1856, 20 de diciembre). El Diario, Valparaíso. (Corresponsal en Santiago).
[5] No encontramos mayores diferencias en las definiciones de orden que proporcionan la prensa católica y la liberal para el caso de las celebraciones navideñas. Quizás la única diferencia es que, cuando
se habla de excesos que son asociados con el desorden, la prensa liberal ataca a los católicos por permitir que el pueblo incurra en gastos inmoderados para estas celebraciones. Los derroches festivos
son considerados desórdenes que no colaboran en el progreso.